n el año de 1991, uno de cada 10 mil colombianos estaba relacionado con el narcotráfico y debía sus ingresos a estas actividades (seguramente muy buenos). El dato era irrelevante, porque a los ojos del mundo, Colombia entera era un país de narcotraficantes, debido a la imagen que los medios de comunicación habían construido de ese país. En esos años tuve oportunidad de viajar varias veces a Colombia, en virtud de los entonces próximos festejos del quinto centenario del primer viaje de Colón a América. Había sido nombrado por el Conacyt representante de México en uno de los comités científicos y me dedicaba a organizar un Congreso Iberoamericano de Informática Educativa, que habría de celebrarse en Santo Domingo en 1992, con la participación de trabajos de todo el continente. Colombia, junto con México, estaban entre los países más desarrollados en este campo.
Ello me permitió hacer una estrecha amistad con un distinguido profesor colombiano de la Universidad de Los Andes y por él supe de la desgracia que era entonces ser colombiano. La tensión y el desaliento se sentían y observaban desde que el avión aterrizaba en Bogotá y continuaba por todas partes; era un estado de inseguridad que rayaba en la histeria colectiva. Mi amigo me contó cómo, además, al salir de viaje a conferencias y reuniones internacionales, él se sentía hostigado al oír las referencias en voz baja en torno suyo: Cuidado, es colombiano, quién sabe que se traiga
. El trato diferenciado y hostil se daba en los aeropuertos, en las oficinas de migración y luego en los hoteles. En varias ocasiones lo hacían desnudarse al igual que a su familia al llegar a Estados Unidos. “¿Cómo es posible –me decía– que por una ínfima minoría de delincuentes se nos prejuzgue a todos por igual, sin posibilidades de defensa?” Ser colombiano entonces era llevar un estigma cargando fuera del país, y el riesgo de perder la vida cuando se estaba en él. Mi amigo vive ahora en un pueblo de Massachusetts con su familia, luego del estallido de una bomba en Bogotá que destrozó el restaurante donde su esposa laboraba, un día en que ella afortunadamente no estaba. Ninguno de los trabajadores y comensales presentes había sobrevivido al atentado. Ese día, ellos decidieron emigrar y pudieron hacerlo.
Cuando supe de todo ello, pensé desde luego qué bueno que nada de esto ocurre en México
. Lejos estaba de imaginar lo que sucedería en nuestro país 15 años después. Colombia no ha sido el único país, ni el único pueblo estigmatizado a lo largo de la historia: los chinos eran considerados un país de morfinómanos hasta hace poco, los estadunidenses eran racistas, los apaches violentos y tontos, los campesinos flojos, los alemanes nazis y los árabes violentos. Estados Unidos había empezado a ser conocido como un país de gánsteres; la Segunda Guerra Mundial ayudó a borrar esa imagen, pero quizás también su reconsideración respecto a sus leyes referentes al comercio del whiskey. En casi todos los casos los estigmas se construyen como generalizaciones de casos particulares, a veces incluso de manera anecdótica, y en ninguno se toma en cuenta que se trata de características que de ninguna manera son aplicables a toda la población.
Hoy me imagino que a partir del hecho de que algunas operaciones del narcotráfico se pagan en especie, la opción de quienes se dedican al tráfico de drogas en nuestro país es subcontratar a otros para llegar a los mercados locales cada día más inundados por la droga, (algo que en Colombia nunca se dio), por lo que seguramente se requiere una fuerza de distribución muy amplia, de modo que quizás tenga sentido hablar de un conjunto de organizaciones que hoy en día impliquen la existencia de un narcotraficante (incluyendo a los narcomenudistas) por cada 2 mil habitantes, algo así como unos 200 mil en todo el país ¿Nos convierte ello en un país de narcotraficantes? Me temo que sí, en cuanto a la imagen que estamos dando al mundo, y que más que a ese número, se debe seguramente a las terribles noticias que se generan todos los días, sobre las decenas de asesinatos colectivos, secuestros y muertes vinculadas al tráfico de drogas y al lavado de dinero. ¿Acaso México da hoy para hablar de algo más? Así, no es difícil imaginar que la imagen que se está generando de México no es nada agradable y mucho más definida que la de los charros cantores y enamorados que solíamos tener. ¿Quién se acuerda ahora de los tiempos en que los intelectuales de Europa y de Estados Unidos deseaban venir a México a observar y a participar en la transformación ejemplar que el país realizaba en sus escuelas, en su red hidroeléctrica, en sus hospitales? De todo eso nadie se acuerda; bueno, ni nosotros.
Mi impresión particular es que aún no nos percatamos de lo que esta imagen que se está construyendo va a implicar para nosotros en los años venideros, quizás empezando desde ahora, pero me atrevo a imaginar que no será nada agradable, ni en términos económicos, ni sociales; la responsabilidad de todo esto radica, desde luego, en los sucesivos gobiernos que hemos padecido en las últimas décadas, los cuales han sido incapaces de entender y visualizar el monstruo que estaban no sólo permitiendo, sino fomentando de mil maneras, y que desde luego no se combate ni formando parte en él, ni echando balazos indiscriminadamente.
No soy un experto en seguridad nacional, ni pretendo serlo, sólo un ciudadano preocupado por este problema que está generando tragedias sin fin y cuyas repercusiones nos sorprenden cada día. Sin embargo, me parece que el fenómeno obedece a políticas económicas y omisiones gubernamentales, que debieran ser corregidas a la brevedad por el bien de todos, las cuales debieran estar siendo discutidas en foros a lo largo del país, tanto por especialistas como por la sociedad en su conjunto, en lugar de seguir como espectadores de un drama que es nuestro, esperando que un conjunto de ineptos nos estén imponiendo sus visiones equivocadas e interesadas.