La mayoría de los miles de desplazados teme regresar por miedo a la violencia étnica
Domingo 20 de junio de 2010, p. 37
Moscú, 19 de junio. Una semana después de que estalló el más grave conflicto interétnico de los últimos 20 años en el sur de Kirguistán, el gobierno provisional de ese paupérrimo país de Asia central –de estratégica ubicación geopolítica– afronta, en el corto plazo, tres grandes desafíos.
El primero es revertir la catástrofe humanitaria que afecta a más de 400 mil personas que se vieron obligadas a abandonar sus viviendas por los hechos de violencia; el segundo, evitar que se produzcan nuevos choques entre kirguisos y uzbekos y, en una perspectiva más distante, reconciliar a estas comunidades; y el tercero, celebrar el referendo constitucional que, tras deponer en abril al presidente Kurmanbek Bakiyev, convocó para legitimarse en las urnas.
Para acometer estas tareas –aparte de la ayuda humanitaria que brinda estos días la comunidad internacional para paliar el drama de los desplazados–, el gobierno provisional kirguiso, encabezado por Rosa Otumbayeva, cuenta con el tácito reconocimiento de Estados Unidos y Rusia.
Las bases militares de Manás, fundamental en la logística de la guerra estadunidense en Afganistán, y de Kant, vista por los rusos como factor de equilibrio estratégico en Asia central, son poderosas razones para que Washington y Moscú se muestren interesados en que se estabilice la situación en Kirguistán y que éste pueda tener, cuanto antes, un gobierno legítimo.
La mayoría de los desplazados –cerca de 100 mil en Uzbekistán y el resto en el interior de Kirguistán– teme regresar a sus casas o no tiene a dónde hacerlo: cerca de 70 por ciento de Osh, por mencionar el caso más dramático, está en ruinas, según su alcalde.
Tampoco hay garantía de que no se derrame más sangre en el sur u otras partes de Kirguistán. Las autoridades interinas atribuyen los choques interétnicos a ataques indiscriminados de seguidores del depuesto Bakiyev y, por ahora, el ejército kirguiso –aunque con asesoría y equipos militares foráneos– debe asumir el control de la situación en las regiones más castigadas por la violencia, sin involucrar directamente a tropas extranjeras.
Este contexto no parece muy propicio para celebrar el referendo constitucional el domingo de la semana entrante, pero el gobierno provisional reitera que nada ni nadie impedirá que la consulta se lleve a cabo en la fecha prevista.
Para ello, las autoridades realizaron ajustes a la legislación electoral de dudoso talante democrático y emitir un decreto que autoriza celebrar votaciones incluso si en algunas regiones
del país rige el estado de excepción, cual es el caso de Osh y Dzhalal-Abad, y eliminar el mínimo de participación requerido, que era de un ya de por sí bajo 30 por ciento.
Esto significa que al gobierno provisional –y a la comunidad internacional que sin duda reconocerá la validez del plebiscito, con Rusia y Estados Unidos a la cabeza– poco o nada importa la opinión de la población kirguisa y, mucho menos, lo que piensan los desplazados del sur, entre cuyas prioridades en estos momentos difícilmente figure ir a votar el 27 de junio.
El referendo constitucional no es solamente para aprobar una nueva Carta Magna que, al recortar las facultades presidenciales, propone convertir al país en una república parlamentaria, sino que se acompaña de otras dos leyes que aseguran que Rosa Otumbayeva permanezca al frente del país durante un llamado periodo de transición hasta fines de 2011.
Lo único que parece importar a Rusia y Estados Unidos es tener en Bishkek un gobierno legítimo que asegure la permanencia de sus bases militares y, en ese sentido, la celebración del referendo ofrece el pretexto formal para un eventual envío de tropas, en caso de un drástico deterioro de la situación en Kirguistán.