uizá a Monsi le sorprendería que lo comparara con Pancho Villa (¿le divertiría?). Es obvio que no andaba por allí tirando balas a diestra y siniestra –aunque a menudo sus ocurrencias
, tan traídas y llevadas últimamente–, daban casi siempre en el blanco y pegaban duro. Tampoco se identifica con los arrebatos que hicieron del Centauro del Norte el paradigma del hombre bragado, temerario, arrebatado, incontrolable, quien a pesar de todo solía llorar a la menor provocación: lo advertimos en una fotografía famosa de la fototeca de Pachuca del INAH cuando el guerrillero llora la muerte de Madero, en medio de dos señores venerables y bien trajeados, mientras que, con un pañuelo que emerge de un grueso suéter campesino, Villa se limpia las lágrimas y los mocos. A Monsi nunca lo vimos llorar en público, ni siquiera cuando murió su madre, esa mujer extraordinaria; tampoco, cuando fallecía de viejo o por enfermedad alguno de sus múltiples y querídisimos gatos, mucho más valorados por él que cualquier ser humano.
¿Entonces en qué se parece Carlos Monsiváis a Pancho Villa? Si le creemos a Nellie Campobello, el general era ubicuo, omnipresente e imprevisible. Sabemos que aparecía, desaparecía o reaparecía como por ensalmo, apropiándose de las características que definen a los fantasmas. En uno de los relatos de Cartucho, intitulado El sombrero, se reúnen varios curros
en casa de Pepita Chacón para comer manjares exquisitos, buen vino, licores finos y departir reservada y libremente. De repente, frente a ellos, tranquilo, zarrapastroso, con su pistola en la mano, aparece Villa: Nadie supo cuándo ni cómo apareció ante ellos el general; cuando lo vieron ya estaba allí
. Ni más ni menos que Monsi quien siempre ya estaba allí
en cualquier lugar al mismo tiempo, en Tampico, Sonora o Yucatán o en Nueva York, Chicago, Nueva Orleáns o Roma, París, Frankfurt o Cambridge donde impartiría una o varias conferencias garabateadas a lápiz en los aviones o ya sentado en la mesa de conferencias sin perder un ápice de lo que los otros decían para luego apoyarlos o contradecirlos con su tono monótono, entrecortado, sin alzar la vista, sólo cuando con mirada malévola disparaba una de sus ocurrencias
que suscitaban siempre una carcajada general. Lo mismo lo acompañábamos en Buenos Aires o Santiago, Londres o Madrid; en el aeropuerto de La Paz, Bolivia, a punto de caer fulminado por el soroche, o recorriendo los fiordos de Noruega sin mirar el paisaje pero cantando en falsete canciones de Ella Fitzgerald, Satchmo, Billie Holiday o Cole Porter.
Como Monsi, Pancho Villa tenía una memoria impresionante, recordaba lugares, caras, indumentarias y combates con una precisión que dejaba a sus interlocutores con la boca abierta. Monsi recitaba poesías enteras con perfección: una vez en Isla Negra en casa de Neruda, Monsi y Pacheco compitieron sin que nunca le fallara a ninguno la memoria y otra vez en Roma declamó completo a San Juan de la Cruz en la sede del Cervantes.
Como Mamá –la protagonista junto con Villa de Cartucho– que les permitía a sus hijos solamente adorarle la mano con la punta de la nariz
, Monsi no aceptaba fácilmente las manifestaciones de cariño. Cuando me despedía de él, quería besarle la mejilla: volteaba la cara y me permitía que le rozara –le adorara– con los labios las orejas.
Campobello relata el juicio espurio montado por Carranza para justificar el asesinato de Felipe Ángeles; antes de morir, alguien le ruega que cuando llegue al cielo, salude a una de sus mutuas amigas, mandato que el general acepta con beneplácito. Es posible que pronto siga su ejemplo, cuando llegue allá arriba, lo primero que haré será saludar a Carlos Monsiváis, lo encontraré –como quiere Magú– redactando el prólogo de la Biblia, libro que Monsi se sabía de memoria. Embobada, contemplaré cómo se va deslizando su pluma –¿una Mont Blanc?– con el fin de interpretar y hasta de corregir las Sagradas Escrituras.