El primer rejoneador mexicano, Juan Cañedo, murió a los 84 años en Querétaro
José Pedro Rodríguez también mostró clase ante un encierro parchado de Joselito Huerta y De Haro
Lunes 5 de julio de 2010, p. a38
Con la presencia simbólica de las aceitunas –que se insinuaban tanto en el apellido del primer espada, Manolo Olivares, como en el lugar de origen del tercero, Luis Conrado, que nació en el Olivar del Conde, sobre las colinas de la delegación Álvaro Obregón que dominan el paisaje imponente del valle de México–, la cuarta función de la temporada chica en la Plaza México reunió a un público muy taurino, harto quizá de la demagogia futbolística, que junto con el buen estilo del ganado y la calidad de los aspirantes dio como resultado una tarde muy interesante y emotiva.
Dividida en dos partes, en la primera de las cuales los novillos débiles, pero fijos y claros, y de muy hermosa lámina, de la ganadería de Joselito Huerta, pusieron de relieve la clase de los tres muchachos, si bien el capitalino Olivares, de 23 años de edad, y el leonés de Guanajuato, José Pedro Rodríguez, tienen todavía más verdura que la Central de Abastos.
Con más experiencia y 24 años recién cumplidos el pasado 7 de marzo, Luis Conrado, que padece graves deficiencias auditivas y ha visto invertidas las letras de su apellidos en tres ocasiones –en las que fue cornado en testículos, bajo vientre y un muslo–, capturó la atención de los 2 mil aficionados congregados en los tendidos, cuando recibió de rodillas al primero de su lote, un berrendo en cárdeno de imponente presencia, y se quedó más quieto que un poste cuando el burel estaba a punto de arrollarlo, pero el joven se zambulló en la arena y la bestia pegó un plástico salto sobre él, que debe haber hecho la delicia de los fotógrafos atentos.
Después de dar 20 vueltas al hilo de las tablas, sin percatarse de que Luis seguía esperándolo de rodillas en los medios, el bicho exploró la posibilidad de saltar al callejón y darse a la fuga, pero la comparecencia de los picadores lo puso en su sitio y le abrió los ojos. De tal modo, al llegar al tercer tercio, desarrolló transmisión y nobleza, y Conrado se hartó de torearlo en redondo, muy cerca de los pitones, levantando a la gente de las gradas. La estocada fue certera y pronta, y una mayoría de pañuelos pidió y logró que el juez lo premiara con la oreja.
A Manolo Olivares le tocó un novillo flaco y enfermo, con aspecto de zancudo, pero que metía la cabeza muy bien, y le cuajó estupendas series de derechazos. Por desgracia lo pinchó porque, si no, la gente lo hubiera sacado al tercio. Con el cuarto, primero del terceto del hierro de De Haro, que corrió en la segunda parte de la función, Olivares logró una faena muleteril al estilo de Carmelo Pérez –como aquellas que evocaba Leonardo Páez en su libro Muerte de Azúcar– y se llevó también una merecida oreja.
Ataviado con un modesto terno color sopa de chícharo y oro, José Pedro Rodríguez, emparedado entre Olivares y Conrado, hizo el toreo a la verónica cargando la suerte y abriendo el compás, y no escatimó valor y clase con la muleta frente a sus dos enemigos, pero le tocaron en suerte los peores ejemplares de cada terceto, lo que unido a su falta de recursos y de experiencia le impidieron triunfar. Pero, al igual que sus compañeros, se ganó por supuesto el derecho a dejarse ver nuevamente en la arena del pozo de Mixcoac.
Y lo que son las cosas, dos lunes atrás en este espacio, al narrar la historia de la ganadería hidalguense de Eduardo Cuevas, se habló aquí de Juan Cañedo, el primer rejoneador profesional mexicano, que debutó allá por la cuarta década del siglo anterior, y que ayer falleció en su casa de San Juan del Río, Querétaro, a los 84 años de edad.