na caricatura reciente de El Roto en el diario El País dice mucho de los desaguisados actuales de la economía mundial. Un tipo mal encarado, con una camiseta negra en la que se ve la leyenda The Economist y que declara: Mi trabajo como economista consiste en hacer que parezca necesario lo intolerable
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Pero ni los economistas ni los políticos pueden ponerse tan siquiera de acuerdo en qué es lo más intolerable. Como en ningún otro momento desde hace 80 años, la economía como disciplina necesita una reformulación a fondo de las teorías con las que se plantea el estudio de la organización social y, en la práctica, se tienen que replantear los términos de las políticas públicas que se desprenden de ellas.
Ese será, según puede advertirse hoy, un proceso largo y de alguna manera confuso. A la incertidumbre sobre la evolución de las economías y del funcionamiento de los mercados a corto plazo, se añade el colapso de las teorías que dominaron el pensamiento durante los últimos 30 años y que se hicieron prácticamente únicas en el marco del Consenso de Washington y de la globalización. Uno está ya muerto, la otra muy golpeada y conectada a un respirador artificial.
Las ideas se arraigan fuertemente y no ceden, incluso ante la necesidad imperiosa de replantear la forma en que se regulan los mercados y la naturaleza de las instituciones que envuelven su funcionamiento. Los Estados parecen acorralados y surgen dilemas y contradicciones cada vez más grandes. Y ¿quién decide lo que es tolerable o no? Esa dimensión de la crisis puede ser cada vez más cuestionada también.
A la vista está la disputa. Unos quieren seguir apoyando el gasto total mediante la intervención del gobierno, aunque se acumule un nivel mayor de endeudamiento. Se gasta más y no es momento de aumentar los impuestos. Otros quieren prevenir el aumento de los déficit públicos y abogan por el ajuste ya y rápido de los presupuestos. Un tercer grupo ha encontrado lugar para aprovechar la debilidad en los países más ricos y de la pérdida de rumbo.
Obama y algunos prominentes economistas sostienen que si se frenan ahora los estímulos gubernamentales, la demanda agregada caerá, es decir, será menor el gasto en consumo e inversión, y con ello se provocará una recesión más profunda con altos costos sociales (a esto se refiere la secuencia del producto en forma de W o el llamado “double dip”, otra caída luego del alza reciente). Esto significa posponer el pago de una deuda que crece muy rápido. Y lo que se calcula es que una recuperación más sólida del crecimiento lo hará más tolerable.
En Europa y con el liderazgo alemán y las medidas del nuevo gobierno inglés se afirma, en cambio, que el rápido ajuste presupuestal hará que se fortalezcan las economías de esa región en la medida en que el gobierno se retire y deje de endeudarse, abriendo de facto más espacio al sector privado. Vaya, la contraposición es clara.
El costo habrá de pagarlo irremediablemente la sociedad y de modo desigual, como siempre ocurre. Ese no es el debate. Será de modo más inmediato, o bien, después. La confrontación, sin embargo, no es trivial, una recaída en la recesión como la de 2009 sería muy onerosa, así ocurrió en la década de 1930. Por otra parte, la apuesta de reducir la deuda pública y esperar que el gasto privado llene el vacío del déficit fiscal tiene riesgos grandes en el entorno de fragilidad y desconfianza que existe actualmente.
La reacción de los inversionistas frente a la deuda griega, portuguesa o española lo indicó de modo claro hace sólo un par de meses. Mientras, los mercados de créditos a las familias y a las empresas no se recuperan en ninguna parte. No se sabe todavía el grado de debilidad del sistema bancario y la forma y el efecto de la nuevas pautas de regulación que se quieren instrumentar.
Por su parte, China sigue con su plan de mantener su ventaja con la gestión del valor de su moneda, fintando que está dispuesta a apreciarla e invirtiendo sus excedentes de divisas en dólares. Una dependencia mutua con Estados Unidos, que por ahora funciona a su favor. El crecimiento de esa economía tiene amplios márgenes por la magnitud de su mercado interno, pero ahí también las contradUicciones sociales crecen. No se sabe cuáles son los límites de este arreglo, ni las formas que vaya tomando el proceso.
Los países de Sudamérica que han tenido menos problemas con la crisis, como Brasil, Chile y Argentina recurren esencialmente a la exportación de productos primarios, especialmente a China. Esto se parece al modelo tradicional exportador de hace muchas décadas.
Las contradicciones en la economía mundial están al descubierto y no es claro cómo podrá adaptarse el régimen de acumulación para salir definitivamente del entorno de la recesión. Eso va a tardar y los acomodos van a generar fricciones.
En ausencia de políticas públicas que converjan de alguna manera para sostener el crecimiento de manera general, podrían surgir cada vez más presiones de índole proteccionista y medidas de salvaguarda de las economías nacionales. Un escenario que se había dado por descontado apenas hace unos pocos años.