a sin súplica ni pudor, con la gabardina rota y barba de cinco días, compareció ante la reina de las avispas, que lo mandó traer. A Blas le daba igual ir o no, así que fue. Tampoco que tuviera mucho margen de elección, vista la cuadrilla de pistoleros que la reina de las avispas había mandado por él.
Y precisamente, ¿por qué él, que no era nadie? ¿Que se había conformado con ser un apacible perdedor
hacía bastantes años, había hecho ese esfuerzo, con la consiguiente disminución de estrés y triglicéridos? Así que, si de pronto le caía una invitación de la dignataria avispense, bien podía aceptarla para salir de su monótona rutina, como quien decide tomarse al fin unas vacaciones de aventura sin mucho que perder, salvo tiempo.
Curioso siempre ha sido. Preguntón y respondón. Y muy opinativo. A veces me pregunto qué le da valor. Parroquiano infalible de la tertulia del París los martes, da por alzar la voz y exponer análisis alucinantes de lo que ocurre, y corregirles la plana a todos los columnistas de todos los periódicos, que son, como se sabe, considerable legión.
Para unos es una voz, para otros, un bocón. En la tertulia, se entiende. Ésta cuenta con una variable población más bien banda, más o menos regular, muy combativa sin levantarse de la mesa más que para orinar. Algunos en la tertulia ya entran en la categoría ruquitos
. Esos se levantan a orinar más seguido, pero todos, hasta los jóvenes, les hablan de tú todavía. En la tertulia no faltan adolescentes ganosos, típicamente preuniversitarios y temporales, que dando una tregua al hiperchat en que viven en sus redes sociales, beben con sed las palabras de los ñores discutiendo tasas de desempleo sobre tazas de café y una que otra copa de coñac. Antes la reunión era en un rincón del interior del París, pero desde que se prohíbe fumar en locales cerrados trasladaron la bulla a las mesas de la banqueta (y vaya lío fue conseguir en la delegación política el permiso para poner un toldo).
Así que la tertulia, cuando se arma, es en la calle. Cualquiera puede escucharla si se lo propone. Blas no es el único boca grande de la peña. Los hay peores. Uno, Rosillo, periodista amigo
, retirado y/o desempleado (a.k.a. freelance), no sólo tiene rollo, también fuentes, al menos eso suele presumir.
A Blas le sorprendió, como le hubiera sucedido a cualquiera, lo cerca que estaba de la capital la guarida de la reina de las avispas. Que en realidad no era reina, y eso todo mundo lo sabe, sino rey. Y temible. Le recordaba a Blas un compañero de escuela al que apodaban La Vaca, no se acuerda el motivo, pero no tenía ninguna connotación peyorativa, era un temido grandulón.
Sus traedores
, para no llamarlos captores, cubrieron el protocolo de vendarle los ojos, marearlo, cambiarlo de carro un par de veces, pero sólo por cumplir, quizás aburridos del ritual clandestino, así que Blas supo que no lo llevaron lejos.
–Ah para rancho que tiene la pelada –diría después en la tertulia al relatar por séptima vez la historia, por
A la sazón, la reina de las avispas, Reynaldo Lima, había logrado lo que nadie: conquistar la frontera. Prevaleció sobre los que la desangraron peleando las plazas, la unificó, ancló su influencia en ambos lados (sólo así se puede reinar en una frontera), y le confirió la respetabilidad de una empresa trasnacional modelo, con el lema “Keep the costumer satisfied”.
Su prevalencia había permitido una relativa paz en toda la línea, de mar a mar. Ahora Reynaldo Lima acariciaba nuevos planes. Quería incursionar en la política, y se le ocurrió que Blas, de infame fama en los círculos intelectuales de la capital, podía darle ideas. Hubo un tiempo que fue asesor del creativo
de una firma publicitaria grande, aunque nunca llevó campañas políticas. Los candidatos le dan alergia.
Lima quería presentarse, se enteró Blas en su oportunidad, como un buen tipo, populista, de mano firme pero cumplidor, buen padre de familia. Del partido que fuera. Pensándolo bien, a Blas le comenzó a dar miedo.
Sus traedores
sólo le permitieron mandar un mensaje de celular a su cuñada de que se iba a la playa. Como si eso fuera a tranquilizar a nadie, cuando Blas nunca se textea
con su cuñada, y cualquiera que lo conozca sabe que detesta la playa. Un trauma de infancia, ha dicho. Sus biógrafos sospechamos que lo revolcó una ola cuando andaba en pañales.
De joven adquirió el vicio de rondar la frontera, inventarse chambas cerca de ella, conseguir becas, observarla, olerla, fotografiarla. Pero desde que se desbocó la violencia, Blas puso tierra de por medio. No obstante, no saca de su bocota el norte en la tertulia. El bumerán de su fama subterránea de especialista independiente
le llegaba ahora como invitación personal para platicar con la reina de las avispas.