an Petersburgo, Rusia. Hace unos días, la espléndida Orquesta Filarmónica de Viena (OFV) realizó un interesante periplo marítimo-musical por algunos puertos del mar Báltico, a bordo de un barco alemán que transportó a numerosos contingentes de peripatéticos melómanos de más de 30 nacionalidades, incluyendo un grupo de mexicanos coordinados por la organización cultural Adagio y Arte.
Primera escala, San Petersburgo, ciudad que tiene tanto de majestuoso como de decrépito, y no sólo en su perfil urbano, sino también en el de sus habitantes. Aquí, en el legendario y muy añejo Teatro Mariinsky, la Filarmónica de Viena se pone en manos (que no batuta) del magistral director ruso Valery Gergiev para un programa Mozart-Chaikovski-Beethoven de resultados musicales impecables.
Primero. La obertura a Las bodas de Fígaro tocada con una articulación de uniformidad deslumbrante y con un empaque sinfónico de magnitud y claridad camerísticas, valga la aparente contradicción. Después, la Serenata Op. 48 para cuerdas de Chaikovski, en una versión de altísimo nivel que, desde la primera frase, le quita a la obra lo que de cursi, lugar común o caballito de batalla ha adquirido en tantas y tantas ejecuciones desidiosas.
En esta versión de Gergiev y la Filarmónica de Viena se escuchan cosas literalmente inauditas y se percibe un balance soberbio entre las secciones de las cuerdas, destacando un cimiento sólido y profundo en la parte baja del registro como sostén de un edificio sonoro de textura alternativamente uniforme y caleidoscópicamente cambiante.
En ausencia de una batuta real, Gergiev parece tener 10 de ellas en sus expresivas y comunicativas manos, bajo cuya guía las numerosas y pulidas cuerdas de la OFV parecen ser una sola voz, capaz de insospechados matices, incluso dentro de un mismo compás.
Finalmente, el concierto Emperador de Beethoven llevando como solista a Rudolf Buchbinder, pianista especializado en el tema, intérprete beethoveniano merecidamente reconocido como tal. Gergiev, Buchbinder y los vieneses logran una versión de Emperador amplia y expansiva, pero sin excesos de heroísmo sonoro, balanceando con prestancia el elemento marcial heredado por Beethoven de los conciertos más extrovertidos de Mozart (trompetas, timbales, amplios pasajes de espíritu maestoso) con la concepción sinfónica más nueva y audaz del compositor alemán. Fusión perfecta de intención y resultados, fusión perfecta de orquesta y pianista y, sobre todo, enorme inteligencia musical colectiva para no caer en la tentación de la grandilocuencia que ha empantanado a numerosos intérpretes de Emperador.
Helsinki, Finlandia. Siguiente escala, Finlandia-talo (Casa Finlandia), la moderna, luminosa y eficiente sala de conciertos diseñada por el gran Alvar Aalto, que recibe a Rudolf Buchbinder como director y solista para los conciertos 2, 4 y 1 (en ese orden) de Beethoven.
Sobrio, eficaz y lúcido, Buchbinder dirige a la OFV desde el piano sin otra finalidad que hacer buena música con los vieneses, sin pedir reflectores, sin cometer excesos ni desplantes inútiles. Velada beethoveniana resplandeciente de principio a fin, con numerosos momentos a destacar. La delicada poética lograda en el final del segundo movimiento del Concierto No. 2, y la picardía de espíritu casi mozartiano aplicada al rondó conclusivo, lleno de guiños y detalles de filigrana.
La poliestilística y extrovertida cadenza interpretada por Buchbinder en el primer movimiento del Concierto No. 4, la presencia clara pero contenida del Sturm und Drang en el segundo (cercano al espíritu de las sonatas tardías de Beethoven), y el gozoso flujo ininterrumpido del tercer movimiento, ensamblado por Buchbinder y la OFV con enorme intuición, ocultando sabiamente las costuras de la estructura seccional.
Y al interior de un Concierto No. 1 igualmente logrado y redondo, aciertos particulares de Buchbinder el director, al proponer luminosos detalles de orquestación (sobre todo en los metales) con la sabia y generosa complicidad (evidente a lo largo de todo el concierto) del concertino de la Filarmónica de Viena. Muy destacado, también, el diálogo camerístico de Buchbinder con los alientos vieneses en el segundo movimiento, especialmente con el soberbio clarinetista Ernst Ottensamer.