mposible no recordar a Armando Jiménez, uno de los grandes cronistas que ha tenido nuestra ciudad, quizá el más leído. Su libro Picardía mexicana ha tenido 143 ediciones y se han vendido más de cuatro millones de ejemplares. Presumía, con la simpatía que lo caracterizaba, que era el libro en castellano con más lectores después de El Quijote.
Miembro muy querido de la Asociación de Cronistas, que tenía su sede en el Consejo de la Crónica, se aparecía en cualquier momento: alto, medio desgarbado, con su melena blanca y su espeso bigote, de tenis y guayabera, a proponer un nuevo proyecto o invitar a la presentación de un libro. Sus crónicas sobre los cabarets, las cantinas y demás sitios de relajación se recogieron en varios libros con nombres como La guía de pecadores y Antros y letras y cabarets de antes y de ahora. Compiló el Cancionero mexicano que reúne cerca de cuatro mil composiciones populares.
Originario de Piedras Negras, Coahuila, donde nació en 1913, estudió la carrera de arquitecto en el Instituto Politécnico Nacional y se convirtió en un chilango de cepa, experto en los sitios de la vida nocturna, a los que acudía siempre con una cámara fotográfica, libreta y lápiz para tomar notas, además de disfrutar el copetín y la bailada.
Su fachada sencilla y campechana ocultaba a un hombre de gran cultura, cuyas crónicas tienen especial valor porque a la descripción de los lugares, añade reflexiones e información histórica, pero siempre en un tono lúdico y ameno. Les pongo un ejemplo, cuando habla del célebre cabaret Mata Hari, que se encontraba en Bucareli y Ayuntamiento, comienza la crónica platicando la historia de la seductora espía holandesa, que usaba el sobrenombre de Mata Hari. Ya que nos empapó con la ficha histórica, nos mete al cabaret del que dice que las 100 señoritas que mencionan en el anuncio señoritas, señoritas, tengan la seguridad que no lo eran
.
Su curiosidad lo hacía entrar incluso a los mingitorios de las terminales de autobuses y trenes y a los baños de todos los antros, para copiar los albures y picardías que solían escribir en sus muros. De hecho de uno de ello sacó el de El gallito inglés
que adoptó como rúbrica, después de leerlo en un cabaretucho de Tacubaya: Éste es el gallito inglés, míralo con disimulo, quítale el pico y pies y métetelo en el ...
Al margen del humor que tienen sus libros, son también verdaderos tratados de la sicología popular mexicana en la que los albures, ademanes y picardías, al igual que la letra de las canciones, reflejan un aspecto característico de la idiosincrasia nacional. Se han convertido en material de investigación para historiadores, sociólogos y lingüistas.
Muchas de las obras tienen el rico añadido de las fotografías que él mismo tomaba en sus visitas. Ello nos permite conocer las transformaciones urbanas y cómo ha ido cambiando la personalidad de la ciudad.
Actualmente es difícil imaginar una fachada con la imagen de un enorme burro en alto relieve, entre cuyas patas se abría la puerta de ingreso al afamado cabaret El Burro, al que nuestro cronista era muy asiduo, por lo que describe en una crónica muy divertida.
Atrás de sus obras había un gran trabajo de recopilación, investigación para enriquecer lo que veía y después de redacción, aspecto que cuidaba mucho. Picardía mexicana le llevó 10 años de labor. Contaba que cuatro fueron de recopilación, tres de redacción, dos ¡de pulimento!, y uno de imprenta. Su publicación en 1960, época del llamado Regente de hierro Ernesto P. Uruchurtu, quien era enemigo acérrimo de la vida nocturna y severo custodio de la moral pública
, fue una bocanada de aire fresco en ese México hipocritón y mojigato.
Sin duda el mejor homenaje para Armando Jiménez es ir a una cantina, que les propongo que sea una de las clásicas como La Mascota, situada en Mesones y Bolívar, en donde hay sabrosa botana y podemos jugar dominó. ¡Salud don Armando!