las pudo observar con calma el rostro de su interlocutor, Reynaldo Lima, la reina de las avispas. Famoso por ausencia. Nada de vida social ni materia de paparazzi, nada de apariciones públicas. Los cálculos de su fortuna eran recurrente comidilla de las columnas económicas, pero siendo un tipo reclusivo
como decía de él la prensa de Estados Unidos, daba poco de qué hablar, aunque hubiera mucho qué decir. O al menos eso pensaba de sí mismo.
Blas estuvo de acuerdo con él, mientras se iba percatando del aspecto real de la mítica reina de las avispas. Era de lo más común e inespecífico. No un rostro que uno memorice a la primera. De impacto personal mínimo, el punch lo ponían sus escenografías. A diferencia de los ricos que acostumbran poblar las páginas de sociales y los noticiarios vespertinos de maledicencia, o del corazón
, Lima fue invisible para los estándares de la época. No había desarrollado imagen
tras la transición que tuvo, y nadie mencionaba ya; pasó de la actividad ilegal que fundamentó, si no legalidad, al menos una legitimidad política, financiera y mediática, a cierta respetabilidad. Quién diría, en el poder lo veían, con cinismo, como el gran pacificador de la frontera.
Pacificador. En la frontera eso suena particularmente chistoso, toda vez que del lado de la tierra de la Coca-Cola pacifier se llama también a los chupones que sirven de chichi postiza para engañar al hambre de los mocosos. ¿Cómo dar imagen de candidato a un hombre tan sin imagen? Bueno, se sabe que ganan tipos de cualquier clase, algunos que de nomás ver sus caras en la propaganda, enseñando los dientes con dulcificada fiereza, hacían decir a Blas: a ese jamás lo invitaría a mi casa.
Lima no pertenecía a esa categoría. Ni siquiera. Conforme el anfitrión hablaba, enamorado de sus palabras, diciendo cualquier cantidad de fruslerías y de pronto algunas, bien calculadas, frases impactantes, Blas descubrió que la temible reina de las avispas bien podría ser vendida como un buen padre. (¿Hijos? Sí, y esposa). Trabajador, cumplidor, cristiano. Los políticos paternales siempre venden.
Está en la tradición mexicana. Pasado un siglo de padres de la Patria llegaron los sexenios en que los presidentes y gobernadores eran papás, menos coléricos que don Porfirio, de obreros, campesinos (esos hijos predilectos), burócratas y hogares bien constituidos de gente decente que leía Selecciones del Reader’s Digest. Madres e hijas pensaban que el presidente en turno era guapo (y si feo como Díaz Ordaz, se cebaban en ridiculizarle la trompa; hasta allí llegaba la libertad de expresión).
–Mire, don Blas, estoy convencido de que ha llegado la hora de que yo retribuya –soltó de pronto–. Quiero ser candidato.
A Blas no le sorprendió. Era un poco el sobrentendido de este encuentro forzado. Mientras Lima seguía hablando, Blas pensó un largo rato que el personaje aspiraba a gobernador o senador de su estado (que no era evidentemente aquel donde se encontraban, sino allá en el norte). Y le vio oportunidades. Todo era cosa de invertir capital para financiar alianzas partidarias, franquicias de marca, espacios televisivos y amable compra de voluntades.
En lo que esperaba pacientemente su turno para hablar, Blas trató de fijar una imagen atractiva, al menos llamativa, de ese hombre tan poco interesante, poblado de lugares comunes, apocado, sin el carisma mínimo de un ministro de culto, un presidente municipal o un locutor de radio. Porque voz, lo que se dice voz, Reynaldo Lima no tenía. Neutra, sin pasión ni ironía, carente de timbres bajos o seductores, o firmes pero simpáticos.
Un hombre acostumbrado a frases cortas, alusiones en voz baja, escasas llamadas telefónicas y nunca comprometedoras (nada de redes sociales ni clubes interactivos), que por años hizo y deshizo, liquidó competidores, domesticó sobrevivientes, policías, políticos, y ladrones de otros ramos. Como si fuera invisible, se las arregló para nunca tener pruebas en contra. The Economist, que a todo magnate poderoso del tercer mundo lo pone bajo sospecha, hablaba de la reina de las avispas con lacónico respeto. Nada aprecia más el capitalismo hardcore que la eficacia. Y Reynaldo la tenía con creces. Míster Clean, impecable, rápido.
Pero no. No iba por una senaduría. Lo que Blas temía salió de la boca de su interlocutor. Quería competir por la grande.
–No juego esa liga –comenzó a disculparse Blas, teniendo en mente al conocido común
que lo recomendara, que ya había jugado con varios presidentes de distintos colores y clanes, y se movía en esa liga
al compás de la tropifarsa del momento, impermeable al desprestigio. (Digresión de Blas: el conocido común
siempre le había parecido agente de la CIA). Si dicho camaleón, de los llamados intelectuales mediáticos, estaba en posición de recomendar algo a la reina de las avispas es que el río sonaba. El conocido común
era de los que no dan paso sin huarache.