urante años abrí los libros con los sobresaltos y la avidez de quien cruza el umbral de un lugar al mismo tiempo prometedor y vedado. Si la lectura de sus páginas no me revelaba un secreto era porque yo no había sabido descubrirlo –me repetía al no encontrar los signos esperados. Lo escrito me ofrece una tentación y una iniciación. La escritura, ésa que impone su dictado al presunto autor, posee un poder a la vez temible y oculto que tiene paralelos con el de la memoria de los hombres y las cosas, minerales, agua, luz, el mismo silencio. Nada extraño que ciertos escritos sobrevivan a su creador y subsistan al paso de los siglos. De ahí, la censura con que el otro poder, el efímero, el del miedo, se empeña en combatir escritos que considera peligrosos y que, sin duda, los son para él.
Paradójicamente, nada despierta tanto la curiosidad, las ganas y el antojo como lo prohibido: ¿la censura no intenta ocultarnos informaciones gracias a las cuales su detentor guarda el poder, claves que tal vez nos ayuden a descifrar lo incomprensible? La censura en la Unión Soviética creó los samisdats (literatura clandestina) y salvó, así, obras maestras del olvido. En Estados Unidos, la literatura erótica tuvo su época de gloria al ser censurada.
Por razones semejantes, son tentadores los diarios íntimos y las correspondencias ajenas: su lectura invita a cruzar barreras, romper tabúes, encanallarse en espionajes incluso y sobre todo cuando conciernen las personas más queridas.
Encuentro casual de manuscritos en un desván, diarios apócrifos, correspondencias rescatadas a la muerte de los corresponsales, son recursos utilizados a menudo por novelistas de distintas épocas y lenguas. Todos conocen el ejemplo de El Quijote, manuscrito supuestamente encontrado por Cervantes, quien lo atribuye a Cide Hamete Benengeli. Por modestia u orgullo, el autor se enmascara bajo el nombre de una más de sus creaturas. El recurso tiene sus ventajas. Una de ellas, no la menos útil, es la complicidad que propone al lector transformándolo en voyeur: ¿quién no ha soñado ser invisible para ver sin ser visto? Situación privilegiada, el lector va a descubrir junto con el autor la intriga y el desenlace. La novela policiaca funda parte de su éxito en el manejo de este resorte: el lector lleva a cabo la investigación del crimen junto al detective.
Se publican, desde luego, diarios y correspondencias auténticos, ajenos a su utilización como recurso literario. Diarios famosos como los de Anaïs Nin, los hermanos Goncourt o Gide. Del diario de Salvador Elizondo se conocen las magistrales últimas páginas donde mira cara a cara su muerte. Por desgracia, muchos de estos diarios son escritos con la perspectiva de su publicación: el autor acicala su imagen hasta trocarla en una máscara que termina por equivocar su visión de las cosas. Trampa ineludible cuando el diario íntimo se publica en vida del autor –y a medida que lo va escribiendo. Imposible que el narcisismo de la máscara no impregne cada uno de sus trazos. Se engaña con su engaño y cae en su propia trampa: la falsedad es visible.
Las cartas poseen la ventaja de ser escritas para ser leídas de inmediato. Cartas de amor, de noticias, de consejo. El nombre del autor, o del destinatario, es fundamental. Las de amor de Revueltas a Mariate, observaciones literarias de Pound a Joyce, invitaciones pornográficas de Joyce a su mujer, auténticas y lúcidas crónicas de una época como son las epístolas entre Voltaire y la marquesa Du Deffand, dos lúcidos espíritus del XVIII, fresco de ese siglo de luces a través del duelo verbal, lujurioso de humor, sarcasmo, crueldad, sal del ingenio y pimienta del genio de los corresponsales. Si no me escribe, lo daré por muerto y haré decir misas en todos los conventos jesuitas
, amenaza la irónica marquesa a Voltaire justo cuando había corrido el rumor de la muerte del filósofo. Una verdadera delicia la lectura de estas 574 páginas.