esde las murallas del fuerte Meherangarh, la ciudad de Jodhpur se ve azul, intensamente azul: de ese color están pintadas sus casas, al principio propiedad de los brahmanes, la casta superior, ahora, color universal y ¿democrático? Se dice que protege del calor y de los mosquitos, aunque como otras ciudades del Rajastán es polvorienta, infestada de moscas y muy calurosa durante la época de los monzones.
El mercado es notable; en un gran espacio se acomodan numerosos puestos, despliegan todo tipo de mercancías: textiles, candados arcaicos, tinteros de vidrio coloreados con tapas de metal, antigüedades, saris, objetos de culto, pulseras, alfombras, sobrecamas, zapatos y sobre todo especias y diversos tipos de té.
Nuestro chofer Jalil percibe un salario de 300 rupias mensuales (alrededor de 80 dólares), mismo que completa con las comisiones de 40 por ciento sobre los productos que adquiramos en los establecimientos a los que nos conduce de manera perentoria; en esta ocasión a una tienda donde se vendía a precios exorbitantes –si se comparan con los de los puestos que rodean a la torre del reloj– la cúrcuma, la pimienta, la alcaravea, el anís estrellado, la nuez moscada, el cardamomo, el azafrán, el té verde, negro o de jengibre.
En medio del tumulto habitual de coches, tuctucs, camellos, elefantes y gente, entre olores, colores y ruidos un almacén repleto de objetos variopintos cubiertos de polvo. Sus propietarios son jainitas. Myriam adquirió una pequeña escultura de bronce, parecida a las que otro amigo nuestro, compró en Orissa, la suya es auténtica, la de ella, pura imitación, nos explica el comerciante ¡no importa! es muy bella.
Las miniaturas Marwar producidas durante los siglos XVII, XVIII y XIX en esa región del Rajastán representan paisajes idílicos, la naturaleza es maravillosa, pastoril, plena, muy verde, la adornan animales diversos, ríos, lagos y muchos árboles sobre los cuales se posan aves de todo tipo de plumas y de garras, hay ardillas y muchos monos y en ocasiones se alcanza a ver, trepados sobre las ramas, a algunos tigres. Las mujeres caminan descalzas, elegantes y plácidas junto al agua, sus tobillos adornados con ajorcas, la nariz y los oídos perforados para adornarse con joyas, además, las muñecas repletas de brazaletes y la palma de sus manos coloreadas de un rojo intenso.
El paisaje indio ha dejado de ser idílico: hacia 1990, la mujer de un antiguo revolucionario de Calcuta, Areti, le explica al escritor de origen indio Naipaul la causa por la que en los últimos tiempos ha sido necesario cortar árboles en la India. Le pregunté si se debía a que los indios los detestaban o si se creía de manera general que albergaban o propiciaban a los malos espíritus. Me respondió que no, que los indios adoran los árboles; sólo que actualmente hay demasiada gente y, obviamente, árboles y gente no pueden coexistir en el mismo espacio.
Hay también vacas, van coronadas de moscas, como Io, la joven semidiosa griega: celosa por el deseo que su belleza y juventud despertaban en Zeus, Hera la convirtió en ternera, acosada por tábanos: voraces aladas, sedientas bestezuelas, infamantes ángeles zumbadores la perseguían.
A quienes llegamos de fuera y las vemos caminar por las calles nos parece que las vacas son inútiles en la India: muy flacas –se les puede contar las costillas–, mueven incesantemente la cola para espantar a los insectos que se las comen vivas; casi no tienen leche y su carne está prohibida a quienes profesan la religión hinduista. En el campo se adornan con guirnaldas rojas o anaranjadas y borlas. Cuando se enferman, los campesinos rezan como si alguna de sus hijas fuera a morir y cada vez que nace un becerro se hace una celebración presidida por un sacerdote. En Udaipur, las vacas se estacionan como los coches junto al lago y allí pasan la noche: tienen dueño, pero no establo. ¿Cómo lo tendrían en un país donde los árboles se cortan para que la gente pueda siquiera estar de pie?