omo es sabido, si ante una escalera que desciende uno hace los movimientos necesarios y, en cambio, para subir los peldaños pierde pie, se desbarranca y se rompe el cuello. Igualmente, en política, es esencial ver en cuál fase estamos para determinar con realismo qué deberemos enfrentar y qué podremos hacer.
La crisis actual del capitalismo es la más profunda y vasta jamás conocida, pero es también la primera en la que está ausente una fuerza que luche por una alternativa al sistema. Esta es, en efecto, la primera gran crisis sin socialistas que enfrenta sólo luchas locales defensivas, desesperadas, en los países europeos. El valor y la persistencia de los trabajadores griegos no ha despertado solidaridades ni ha podido modificar las medidas draconianas que el capital financiero mundial impuso a la socialdemocracia griega, obediente y servil. No ha bastado tampoco que la desocupación juvenil en Italia y en Francia llegue a 40 por ciento para imponer movilizaciones y una huelga general, que las direcciones sindicales españolas comunistas
y socialistas
han postergado por meses para demostrar su voluntad de ceder todo lo que les sea posible. Por otra parte, en Estados Unidos el único movimiento de masas democrático y defensivo es el de los inmigrantes indocumentados. Y ni en Rusia ni en Europa oriental, a pesar de la caída de los ingresos y de los efectos sociales de la crisis (que ha potenciado, por ejemplo, la trata de blancas), han habido movimientos sociales importantes.
El capitalismo quiere salir de la crisis con su tasa de ganancia intacta aumentando la edad para jubilarse (aunque así cierre cada vez más el acceso al trabajo a los jóvenes y precarios), robando sus contribuciones a jubilados y pensionados, reduciendo los salarios reales (aunque eso disminuya también el consumo masivo y la construcción de viviendas), desplazando las empresas donde los salarios son menores y no hay resistencia sindical (como en China y en Europa ex socialista
), implantando cada vez más leyes liberticidas y anulando conquistas históricas, como la jornada de ocho horas o la protección del trabajo femenino o infantil.
Como el capitalismo no cae por sí solo, está recomponiendo su equilibrio volviendo a finales del siglo XIX, porque no enfrenta gran resistencia y no tiene miedo a una explosión social, que nadie prevé ni prepara, ni está en la conciencia y en el orden del día de sus víctimas. Sus dos armas principales son la división étnica, cultural y nacional de los trabajadores, resultante de enormes migraciones, factor que traba una respuesta unificada al enemigo común, y las muy desprestigiadas pero aún existentes direcciones burocráticas sindicales, preocupadas por mantener sus privilegios y convencidas de que aún hay espacio para negociar con los capitalistas, que van por todo.
Sin la presencia activa de los trabajadores de Europa y Estados Unidos la lucha contra el capital financiero adopta en algunos países sudamericanos (Venezuela, Bolivia, Ecuador, Honduras) la forma de movimientos nacionales y nacionalistas policlasistas masivos, dirigidos por algunos sectores radicalizados de las clases medias. En esos movimientos que unen un proceso de descolonización, la búsqueda de la igualdad entre las etnias, el odio a la alianza entre la oligarquía local y el imperialismo, y un fuerte deseo de integración social y de modernización del país, la vaga e indefinida reivindicación del socialismo del siglo XXI expresa que nadie quiere repetir la experiencia burocrática totalitaria del estalinismo y por eso busca otro socialismo democrático y pluralista, pero también que nadie tiene claro qué entiende por socialismo, a no ser que eso signifique una política de independencia nacional, la extensión de los derechos democráticos y una redistribución de los ingresos estatales. Las grandes huelgas en Bangladesh, por su parte, son un inmenso ¡basta! a los sufrimientos de las textiles, pero no plantean ninguna reivindicación antisistémica.
Estamos, pues, en uno de los momentos más negros de la historia humana, sufriendo la iniciativa y la ofensiva del imperialismo debilitado, pero que quiere salir de su crisis y evitar una catástrofe social interna mediante una guerra contra los trabajadores y con la aplicación de medidas bélicas de envergadura que amenazan la existencia de la civilización y de sus bases naturales.
Como sostén para la esperanza contamos, sobre todo, con la posibilidad de que se extiendan y generalicen las huelgas en China, que han obtenido grandes aumentos de salarios y derechos para los obreros. La conquista de una posición de fuerza por los trabajadores de ese país, la creación de sindicatos independientes o de comités de fábrica podrían acabar con la superexplotación de la población y del ambiente. China podría dejar de ser productora de chatarra barata sobre la base de salarios de hambre y condiciones de trabajo infames. Eso repercutiría en todo el mundo. Pero, aunque hay que hacer todos los esfuerzos para que los trabajadores chinos comiencen a tener conciencia proletaria, este proceso sólo está en sus comienzos.
Mientras tanto, lo posible es unir y coordinar las luchas defensivas, desarrollar la solidaridad con ellas para crear conciencia colectiva y, sobre todo, hacer un balance de por qué el socialismo real
no sólo no era socialismo sino que era antisocialista, y es indispensable recuperar todo lo que en el marxismo sigue siendo válido. Hay que elevar la lucha de ideas. No puede haber socialismo sin grandes movilizaciones y luchas, pero este sistema no es un mero producto de ellas sino de la comprobación, en la acción, por parte de grandes masas de trabajadores, de que el análisis del capitalismo y las propuestas programáticas socialistas son factibles.