os migrantes que llegan a nuestro país, en tránsito hacia Estados Unidos, son por definición un grupo extremadamente vulnerable. Huyen de las pésimas condiciones de vida de sus países y se escapan de la violencia y el hambre para enfrentarse, ya no a lo mismo, sino a lo peor. Paradójicamente, mientras el migrante atraviesa nuestro país, el sueño americano está más vivo que nunca. Lo único que quieren es salir de esta pesadilla y llegar a Estados Unidos, de donde piensan que posiblemente pueden ser deportados, pero no masacrados, violados, extorsionados.
Lamentablemente, esa percepción del sueño americano, cada vez está más lejos de la realidad. La campaña antinmigrante ha alentado y envalentonado a policías y patrulleros fronterizos a utilizar sus armas y sus porras ante cualquier amenaza o insubordinación. Hace unos meses en la frontera de San Diego murió Anastasio Hernández, a punta de golpes propinados por una docena de patrulleros fronterizos. Una semana después fue asesinado el joven Sergio Adrián Hernández en territorio mexicano, baleado por un patrullero fronterizo desde el lado estadunidense. Son decenas de migrantes los que han sido maltratados y abusados en las cárceles de Estados Unidos, incluso se sabe de presos que han muerto de manera inexplicable en las cárceles y centros de detención privados, y no pasa nada.
Hoy día nos desayunamos con la noticia de que el patrullero homicida ya estaba reincorporado en sus labores de vigilancia. Y de la docena de valientes patrulleros que golpearon hasta matarlo a un migrante esposado, sometido y tirado en suelo, no se sabe nada. Ya ni siquiera se guardan las formas. Parece ser que castigar, ya no se diga juzgar, a un patrullero por el uso excesivo de la fuerza, sería como ajusticiar a un defensor de la patria. La impunidad sólo prospera cuando la sociedad la ignora, la tolera, la justifica, la alienta.
Pero lo que ha pasado en México supera cualquier noticia terrible que venga de Estados Unidos. Ya no podemos ignorar, tolerar, justificar, evadir la violencia a la que se ven sometidos los migrantes que vienen en tránsito por nuestro territorio. La masacre del rancho San Fernando en Tamaulipas es una barbarie que los mexicanos tendremos que recordar, reconocer y asumir con todas sus consecuencias.
Algo se ha roto. Se han superado los límites de lo imaginable. No se trata de un loco homicida que asesina indiscriminadamente. No se trata de una situación de guerra donde se asume que el otro es un enemigo. Tampoco se trata de un exterminio étnico, donde las rivalidades y las obsesiones pueden llegar al delirio. Finalmente la locura, la guerra, los conflictos interétnicos, son situaciones complejas y excepcionales, que no justifican, pero que al menos pueden explicar la situación.
Incluso en el caso de la matanza de inmigrantes haitianos en República Dominicana en 1937, donde fueron masacrados a punta de cuchillo y golpe de machete más de 15 mil personas, podemos encontrar a un culpable. A un dictador asesino, ególatra, violador y déspota como Leónidas Trujillo, que estaba obsesionado con el poder, con blanquear a su mulato pueblo y que veía como una amenaza permanente la frontera por donde huían sus adversarios y por donde entraban negros, extranjeros, indeseables.
Para la masacre de San Fernando no se encuentra explicación. La versión oficial de que esto es consecuencia de la lucha entre los cárteles de la droga no es ni válida, ni suficiente. Es una burla, una excusa de mal gusto. La extorsión de migrantes es una actividad cotidiana a lo largo y ancho del país, que va mucho más allá de un grupo delictivo. La CNDH informa que en promedio se secuestra a mil 600 migrantes por mes. Si bien Los Zetas se han distinguido por ser especialmente sanguinarios, en el delito y el negocio participan funcionarios, policías, soldados, autoridades municipales, comisariados ejidales, jueces, transportistas, policías particulares, agentes de seguridad. Es el amargo resultado de décadas de corrupción e impunidad.
La obsesión del gobierno en su guerra contra los narcotraficantes lo ha llevado a descuidar múltiples frentes, tan preocupantes y nocivos como el tráfico de enervantes. Los grupos de apoyo mexicanos, que son los que dan la cara y arriesgan sus vidas al proporcionar ayuda y cobijo a los migrantes, han denunciado ante las autoridades, en repetidas ocasiones y con lujo de detalles, a los agresores, sus cómplices y sus casas de seguridad.
En un reciente comunicado más de 20 organizaciones mexicanas que trabajan con migrantes denuncian la persistente negligencia del gobierno y denuncian que la masacre de San Fernando no es un hecho aislado. Vuelven a repetir que el secuestro, extorsión violación, explotación laboral y trata de migrantes es consecuencia “de la falta de enfoque de derechos humanos en la política migratoria, la precariedad institucional, la criminalización de facto de la migración irregular y la corrupción e impunidad de los tres órdenes del gobierno”.
Es necesario crear un comando especializado para el combate de este tipo de crímenes que afectan a todo el territorio nacional y que implican a diferentes secretarías y órganos de gobierno. Es necesario capacitar al personal en la perspectiva de los derechos humanos y el cuidado y manejo de víctimas traumadas y aterrorizadas. Es urgente revisar la política migratoria mexicana de retenes, política impuesta por Estados Unidos y que obliga a los migrantes a tomar rutas alternas. El derecho al libre tránsito en México es un derecho constitucional que se debe respetar, y esto incluye a los extranjeros.
Los migrantes en tránsito no son criminales, no hay por qué perseguirlos, acorralarlos, incriminarlos. Si el gobierno persigue a los migrantes en tránsito porque considera que son indocumentados estamos aplicando la ley Arizona en nuestro territorio.