oronto, 12 de septiembre. La participación mexicana en Toronto ha encontrado su mejor exponente con Año bisiesto, el debut de Michael Rowe, ganador de la Cámara de Oro en el pasado festival de Cannes. Aunque en un inicio amenaza con ser otro ejemplo de minimalismo chamagoso, la película pronto justifica el situar casi toda su acción en el espacio cerrado de un frugal departamento clasemediero, donde la protagonista tiene sus casuales encuentros sexuales para paliar su soledad. El eje dramático se dará en la relación de dominio y sumisión que entabla con otro extraño (Gustavo Sánchez Parra).
Lejos de ser un objeto de explotación sexista –y de manera excepcional en el cine mexicano–, esa mujer perfectamente común se define por su deseo y el cumplimento cabal del mismo en los términos que ella elige. Además de la discreción que Rowe ejercita en el guión y el emplazamiento de la cámara, la verosimilitud del intimista relato recae en la actriz Mónica del Carmen. Su temeraria interpretación sobre el filo de la navaja sólo encontraría un equivalente con la protagonista japonesa de El imperio de los sentidos. Las constantes escenas de sexo no son un gancho morboso para atraer al espectador onanista, sino la honesta expresión de un rasgo revelador del personaje. Año bisiesto consigue ese raro equilibrio entre lo emotivo y lo sórdido.
Otra presencia mexicana en Toronto ha sido la de Guillermo del Toro, quien funge como productor ejecutivo de la española Los ojos de Julia, de Guillem Morales. El siempre jovial cineasta, a quienes los fans reconocen y saludan en la calle, no pudo asistir al coctel mexicano organizado por el Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine), pues la recepción de su producción era al mismo tiempo.
Era previsible que el remake hollywoodense de la extraordinaria Déjame entrar (2008), del sueco Tomas Alfredson, iba a ser un desperdicio. Sobre todo cuando se asignó el proyecto a Matt Reeves, el culpable de ese Godzilla para la generación YouTube llamado Cloverfield monstruo. Salvo un inútil flashback al principio, la adaptación es fiel al desarrollo básico de la historia de amor entre una adolescente vampira y su vecino nerd, quien sufre de abusos en su escuela.
Siendo valores que, por lo general, no se aprecian en el cine de horror hollywoodense, nada queda de la ambigüedad y la sutileza de la original. Todos los añadidos son innecesarios: la relación entre los protagonistas vuelto un ñoño romance preadolescente tipo Melody, la sangre derramada en exceso y el desfile de éxitos ochenteros en la banda sonora. La única justificación de este Let me in sería la renuencia del gringo promedio a leer subtítulos. ¿Pero no hubiera sido más conveniente –y barato– doblar la versión sueca? La única buena noticia del asunto es que marca el regreso de la productora británica Hammer, la casa del horror
, a la industria. Ahora sólo les falta encontrar un director de la altura de Terence Fisher. O contratar a Guillermo del Toro.
No todo es miel (de maple) sobre hojuelas en el paraíso. Un par de proyecciones de prensa fueron cambiadas a última hora por cuestiones de formato, entre ellas la de Hereafter, de Clint Eastwood, causante de un tumulto imposible. Por otro lado, el pase de una película israelí se canceló por una descompostura en el subtitulado electrónico. Un problema más serio es la huelga de los empleados de una cadena hotelera, que han organizado mítines de protesta en sedes del festival. Hoy se anuncia uno frente al Hyatt Regency, el cuartel general de la prensa e industria, lo cual podría complicar seriamente las actividades, sobre todo la tardeada inaugural en el adyacente TIFF Bell Lightbox. Esas inconveniencias no son exclusivas del Distrito Federal.