acinta Francisco Marcial, injustamente acusada, sentenciada y encarcelada durante cuatro años por el supuesto secuestro de seis policías federales, anunció ayer que interpuso una demanda contra el Estado mexicano por los abusos y atropellos de que fue víctima junto con Alberta Alcántara y Teresa González, quienes en mayo pasado, cuando fueron excarceladas, exigieron una disculpa pública que no se ha producido hasta la fecha. Aunque ninguna compensación pecuniaria o moral restituye años de vida perdidos en la prisión, las exigencias de las tres debieran ser atendidas y satisfechas de inmediato, toda vez que las violaciones a sus garantías individuales y a derechos básicos están fuera de toda duda.
Cabe preguntarse, sin embargo, si es correcto que los abusos cometidos por malos servidores públicos sean compensados con dinero público –es decir, con el dinero de todos– si, al mismo tiempo, como es el caso, los autores de las tropelías disfrutan –como ocurre hasta la fecha– de completa impunidad.
Pero es preciso ir más allá: en la circunstancia nacional actual, el asunto de las tres mujeres indígenas queretanas da pie a la reflexión sobre el gravísimo deterioro de los derechos humanos que tiene lugar en la administración calderonista y que ha afectado a innumerables personas en diversas regiones del país. El abanico de quienes han padecido abusos por alguna instancia de poder o de varias de ellas combinadas va desde los bebés muertos y lesionados en la guardería ABC de Hermosillo y sus deudos y parientes hasta los dirigentes sociales de San Salvador Atenco, víctimas de sentencias desmesuradas y grotescas, pasando por los niños y adultos inocentes acribillados por soldados en diversas carreteras del país, mujeres encarceladas en Guanajuato por abortar, jóvenes asesinados y calumniados de manera póstuma por el Ejecutivo federal, falsos culpables capturados sin orden judicial y torturados para que confiesen delitos imaginarios, comunidades cercadas y agredidas con el consentimiento tácito de las fuerzas de seguridad, usuarios y consumidores de servicios afectados por maniobras fraudulentas o cobros abusivos, y abandonados a su suerte por las autoridades.
En rigor, y en la lógica de un estado de pleno derecho, el enorme cúmulo de atropellos registrado en estos años tendría que dar lugar a una cantidad equivalente de procesos penales contra los servidores públicos involucrados, en un número similar de sentencias condenatorias y, en el ámbito civil, a un monto astronómico de reparaciones e indemnizaciones a favor de los afectados. Si el atropello policial y militar, la acción dolosa de los agentes del Ministerio Público y la prevaricación judicial fuesen sancionados conforme a derecho, las cárceles del país no se darían abasto para recluir a los culpables por las violaciones a los derechos humanos cometidas por autoridades federales, estatales y municipales; si todas las víctimas demandaran al Estado por daños y perjuicios, no alcanzaría el presupuesto público para cubrir las compensaciones procedentes.
Más allá de la paradoja de que buena parte de los abusos de poder, que constituyen por sí mismos hechos delictivos, ocurra en el contexto de la lucha declarada por el actual gobierno en contra de la delincuencia, es claro que la autoridad tiene ante sí la urgente necesidad de poner freno a la proliferación de atropellos cometidos por sus propios empleados, y que debe situar entre sus principales prioridades la erradicación de la impunidad de servidores públicos y la preservación de los derechos básicos de los habitantes del país. En tanto no se proceda en este sentido, la población seguirá percibiéndose, y con razón, atrapada entre una doble amenaza: la que representa la criminalidad, por un lado, y la de unas corporaciones de seguridad y unas instancias de procuración e impartición de justicia que operan, con alarmante frecuencia, al margen de la legalidad y en desacato a sus responsabilidades y tareas básicas.