uchos gobernantes se han acostumbrado a ver el orden jurídico internacional, reconocido por ellos mismos, como un adorno exterior a sus esferas soberanas o, cuando mucho, como un conjunto de disposiciones que se pueden observar a voluntad, sin obligación alguna de cumplirlas. El caso de Estados Unidos es emblemático, país para el cual, desde Kennedy y según escribió el historiador norteamericano Arthur Schlesinger, los asuntos internacionales se volvieron asuntos domésticos
. Los gringos, por así decirlo, tienen su propio y exclusivo orden internacional, en el que los derechos son de ellos y las obligaciones de todos los demás.
Resulta abominable que potencias menores o subordinadas en todo a los poderes hegemónicos, de vez en cuando nos salgan con que también pueden decidir cuándo sí y cuándo no cumplir con las obligaciones que les impone el derecho internacional. Eso es lo que últimamente han estado haciendo los gobiernos derechistas y, en especial, los panistas que hemos padecido. Hubo una época en la que se vio en el orden jurídico internacional un valladar que nos defendía frente a los poderosos y supimos recurrir a él para nuestra defensa y también para actuar en el mundo de las naciones, ya en plan de guerra, como en la época del presidente Cárdenas y varios de los que le siguieron.
Entonces, los tratados y convenios internacionales, aunque eran pocos y muy específicos, se adoptaban (se firmaban) y se cumplían. Después de la Segunda Guerra, el derecho internacional y, en particular, su área de derechos humanos, florecieron como nunca antes. Y el gobierno mexicano siguió aceptando casi todos los tratados y cumpliéndolos hasta donde lo permitía nuestro subdesarrollado sistema jurídico. Pero México no dejó de acoger en su orden interno cuanto convenio se firmó entre las naciones, muchas veces poniendo un valioso ejemplo a las demás naciones latinoamericanas. Era el momento en que nuestro país destacaba por su liderazgo en el respeto a las leyes internacionales.
El artículo 133 de nuestra Carta Magna sigue siendo el mismo desde su redacción original de 1917: Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados que estén de acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el presidente de la República, con aprobación del Senado, serán la Ley Suprema de toda la Unión. Los jueces de cada estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las constituciones o leyes de los estados
. Ya señalé aquí mismo que una tesis de la Corte de 1997 indica que la verdadera jerarquía entre ellos es así: primero la Constitución, después los tratados y al último las leyes.
Si los jueces locales, por mandamiento del mismo 133, que pueden encontrar en sus ordenamientos locales disposiciones contrarias al mismo deben acatarlo, los jueces federales, que no pueden encontrar tales anomalías, con mayor razón deben tener a la Constitución en primer plano, a los tratados en segundo y a las leyes en un tercero. En materia de derechos humanos, México no sólo ha signado los convenios internacionales en que se consagran, sino que ha participado en la elaboración de casi todos ellos. Es el caso de la Convención Americana de Derechos Humanos, suscrita el 22 de noviembre de 1969 en San José, Costa Rica.
De acuerdo con el 133, todos los jueces federales y locales (incluidos los miembros de la Suprema Corte de Justicia) están obligados a someterse a sus disposiciones al impartir justicia. No pueden ponerse a deshojar la margarita para ver si la convención de San José de Costa Rica es válida o no y si la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuyo establecimiento y funcionamiento está regido por los artículos 52 a 60 de la propia convención, es superior o no a nuestra Corte y sus fallos deben o no ser obedecidos. Eso está fuera de todo cuestionamiento. De acuerdo con el 133, la Corte Interamericana y sus fallos están por encima de nuestra Corte y debe acatarlos.
Hace unas semanas, el ministro José Ramón Cossío produjo un proyecto de dictamen por el cual, en referencia al fallo de la CIDH sobre la desaparición forzada de Rosendo Radilla Pacheco en los años setenta, propuso que se acatasen los fallos de esa Corte y, además, como ella lo señala, se declarase anticonstitucional el fuero militar que consagra tan malamente el artículo 57 del Código de Justicia Militar (el cual ya comenté en otra entrega). Nuestros ministros, hay que decirlo, a veces son muy chistosos. Unos días después y visto que casi todos sus colegas se pronunciaban en contra de su proyecto, Cossío propuso que votaran en contra de él y él mismo lo hizo así.
Los ministros se dieron de tiempo hasta diciembre, cuando vence el plazo que fija la convención, para dar una respuesta al requerimiento de la Corte Interamericana y decidir, así lo han hecho saber, si se sienten o no obligados y responsables frente a una norma de derecho internacional que, repito, no sólo aceptamos sino de la cual fuimos coautores. ¿Por qué se dieron ese tiempo? Pues, en sus términos, porque los señores ministros no saben todavía si esa norma del derecho internacional debe o no ser observada y, menos todavía, si la resolución sobre el caso Radilla debe ser o no acatada u obsequiada. Uno, realmente, ya no sabe si echarse a reír o ponerse a llorar ante los desatinos de nuestra Corte.
¿Qué es lo que detiene a los ministros en un caso que no parece encerrar misterio alguno? Su ignorancia del derecho internacional, a primera vista, no es razón suficiente, aunque ellos mismos parezcan alegarla. No hace falta escarbar mucho para darse cuenta del verdadero problema: en su proyecto el ministro Cossío puso el dedo en la llaga, vale decir, la anticonstitucionalidad del artículo 57 del Código de Justicia Militar que impone, como lo he recordado antes, que los militares en servicio que cometan delitos del orden común no pueden ser juzgados por un juez natural (del orden común), sino por sus pares militares, con el resultado de que en su inmensa mayoría esos delitos quedan impunes.
El Ejército Mexicano es una institución del Estado y es absurdo que se le coloque por fuera o por encima de las responsabilidades y deberes que competen a todas las instituciones estatales. Ese fuero militar es un auténtico estado de excepción y es contrario a la letra y al espíritu de nuestra Carta Magna. La Corte Interamericana, en su fallo, lo único que señala con gran fuerza es que ese artículo es contrario a nuestra Constitución y, desde luego, al derecho internacional, por ser fuente violadora permanente de derechos humanos y también de derechos consagrados por la Carta Magna mexicana.
Para seguir siendo una institución respetada y amada por el pueblo mexicano, por su origen popular indudable y porque sus miembros son hijos de ese mismo pueblo, el Ejército no debe aferrarse a fueros o regímenes de excepción que contradicen la Constitución y que niegan la esencia de su glorioso deber de cuidar y velar por la seguridad del Estado y de la sociedad a la que se debe.