uego de la celebración inevitablemente todo vuelve a ser igual. No quedó nada siquiera para recordar el bicentenario: una obra o algo que aliente el sentido de lo colectivo, que perdure, que constituya una marca; nada, sólo la pachanga y un enorme puente de días feriados, por lo menos.
Lo efímero de toda esta fiesta es coincidente con el estado de cosas que prevalece: no parece que haya nada de lo que podamos asirnos, nada que nos lance hacia delante como sociedad, como país.
Esa es la señal del festejo. Pero hay una sabiduría del mexicano que sabe distinguir lo que es suyo y lo identifica, y que va más allá de quién sea el partido o la persona que gobierne. Se puede tratar con desdén y hasta más bruscamente a la autoridad que se presenta en el balcón correspondiente de cada plaza a lo largo del territorio y aún así gritar con convicción vivas por los héroes y por México y, luego, celebrar. Ese es un signo de salud pública.
Sin embargo, no hay correspondencia entre el quehacer cotidiano de la gente que tiene que trabajar, estudiar, cuidar de su familia, vaya, que tiene que vivir y tener una perspectiva de mejoramiento, y por otro lado la oferta de gobierno y en general el liderazgo político o social que existe. Esa dicotomía es cada vez más visible y dañina y, por supuesto, más difícil de remontar.
La energía de los políticos y de quienes gobiernan está puesta en otra parte. Encerrados en sí mismos, dando vueltas en el círculo cada vez más estrecho de la consecución de un poder que queda con efectos sólo magros, excepto los que derivan hacia sus propias causas. Miopes al parecer ante la decadencia que se ha instalado.
En esta temporada presupuestal se podría aprovechar la oportunidad para confrontar abiertamente la propuesta gubernamental y legislar aunque sea las bases de una nueva visión duradera de mediano plazo del país. Es posible si se abandonan las pautas de acción que se han seguido y que no han dado los resultados esperados.
No se puede defender la política seguida ya durante tres decenios. Y menos aún se puede hacer de manera parcial, pues el proceso es, necesariamente, un conjunto. O sea, no vale defender la política monetaria y financiera porque ha generado estabilidad macroeconómica si la economía sigue creciendo sólo a tasas bajas, por lo tanto de modo insuficiente y proclive a las crisis, sean provocadas dentro o fuera.
Igualmente no se puede defender una política fiscal con bajos déficit cuando existen bolsones de deudas escondidas en otras cuentas; cuando el bienestar social sigue siendo escaso y frágil; cuando no se recauda suficiente y el gobierno es el que absorbe la mayor parte del ahorro. No es salvable una gestión económica sin proyectos relevantes en el área de la infraestructura material y con tropiezos inaceptables como ocurre en el área de las comunicaciones. Tampoco lo es si la atención en el campo de la educación y la salud es tan limitada en calidad y cantidad.
El paquete de la gestión en materia económica y social debe enfrentarse de modo total, las partes por sí mismas no se salvan. Pretender hacerlo es un pretexto de autocomplacencia tecnocrática o política. En ese marco es realmente llamativa la poco relevante crítica del PRI al proyecto de presupuesto que llegó al Congreso, lo que pone de relieve la carencia de ideas o el oportunismo que comparten con los otros partidos de la oposición.
Fraguar un programa de renovación nacional general parece hoy una exigencia, debe ser realizable en un país del tamaño y los recursos de éste. El asunto es generar riqueza de modo que se filtre y no se concentre en una cúpula cada vez más estrecha.
Pero los discursos, las acciones públicas y las leyes no se expresan en un proceso de esa naturaleza. Así predomina el poder de la violencia y el desmoronamiento de una estructura social y económica que nos pone a la zaga, incluso en este periodo de crisis económica de los países más ricos.
En el número del 11 de septiembre del semanario The Economist hay un largo reportaje sobre el auge de América Latina. Brasil lo preside y es hoy el punto de referencia. Lo ha logrado con años de estrategias bien enfocadas y con continuidad aun en un entorno de diferencias políticas en sus gobiernos. Tienen qué cosechar.
Pero es difícil identificar a México es ese proceso, tal y como lo presenta dicha publicación. Ya había sido este país la referencia regional, por ejemplo, en la época del auge petrolero a fines de los setentas, o de la firma del TLCAN a mediados de los noventas, y que nos iba a poner en la liga del desarrollo.
La industrialización sigue estando trunca; la migración fue una tabla de salvación en el terreno laboral y social; el financiamiento es muy escaso y concentrado en unas cuantas instituciones bancarias; no se crean empresas de importancia; la inversión extranjera no tiene el dinamismo esperado; la reforma política no acaba de cuajar y tampoco el Estado de derecho y, así, la sociedad es más frágil. Luego de 15 años el desarrollo sigue siendo un espejismo. El gobierno y el Congreso se han encargado de convertir esto en una especie de fatalidad que es necesario sacudirse de tajo.