ada vez que se cierra un periódico siento como si alguien talara un árbol frente a mi ventana, y que así mi paisaje personal se va quedando desolado. Alguien que no recuerdo, para mi malestar y tormento, se ha atrevido a anunciar el año exacto en que los periódicos impresos dejarán de publicarse, predicciones que yo quisiera que dependieran de las ciencias ocultas, a las que no respeto, y no de cálculos basados en proyecciones estadísticas de la disminución constante de los lectores de diarios.
Éste es un asunto personal, porque los diarios forman parte de mi propia esencia ciudadana, y de mi esencia cultural. Están talando un bosque que es mío, y dejando cada vez más huecos por los que se cuela la luz cruda que anuncia el páramo donde ni siquiera vuelve nunca a llover. Trato de tener valor y decirme a mí mismo que no soy anticuado, que si es cierto que me quedaré sin diarios los artilugios de lectura electrónica me servirán lo mismo, que se trata de invenciones amables que tienen la ventaja de no manchar los dedos de tinta. Pero si no dejan la tinta en los dedos, tampoco cruje el papel al pasar las hojas, ni tampoco tienen ese aroma de la propia tinta fresca. Ése es precisamente el problema.
Ahora le ha tocado el turno de caer bajo el hacha al Jornal do Brasil, que fue fundado hace 120 años y dejó de publicarse el 31 de agosto de este año. Las razones de su cierre son las mismas, o parecidas, que han hecho sucumbir a otros periódicos alrededor del mundo, números en rojo en su contabilidad, pérdidas cada vez más crecientes, falta de anunciantes, baja dramática en la circulación. Es decir, la quiebra, o la amenaza de quiebra. Ahora, como ha sucedido también en otros casos, el Jornal pasa a publicarse nada más en edición digital, y en el obituario con que es despedido de sus viejos lectores se ensaya la excusa piadosa de que el equilibrio ecológico del planeta sale ganando, porque ya no habrá que cortar tantos árboles para convertirlos en papel; desde luego que la edición electrónica no gasta papel. Ni tinta.
El diario The Post-Intelligencer, de Seattle, tenía casi 150 años cuando cayó, dejando en la orfandad a su último reducto de 120 mil lectores, y en la calle a 120 periodistas que no caben en la planilla de la edición electrónica. The Christian Science Monitor, fundado a comienzos del siglo XX, dejó de publicar en 2009 sus ediciones diarias para reducirse a una sola de fin de semana, y entró también a formar parte de la familia de los periódicos electrónicos, cada vez más numerosa. Porque la lista no acaba allí, y cada vez se presentan más candidatos a ser derribados.
Los grandes nombres de la prensa tradicional tanto en Estados Unidos como en Europa se encuentran casi sin excepción bajo amenaza de quiebra, y ya tienen un pie bien asentado en el terreno electrónico, que por el momento parece ser más firme. Le Monde, por ejemplo, una de las insignias del periodismo mundial, pierde dinero todos los días en su edición de papel, pero no le va mal en su edición electrónica, hacia donde lectores y anunciantes están emigrando. Y lo mismo pasa con otro de los monstruos clásicos, The New York Times, que se vio obligado a ofrecer en prenda su propio edificio en Manhattan en garantía de un préstamo de urgente necesidad para salvarse de la bancarrota, y en cuyo favor ha acudido el magnate mexicano Carlos Slim.
¿Es que llega a su fin de verdad la era de los dinosaurios de papel? En las sociedades desarrolladas, donde el número de líneas de Internet crece cada día y las noticias son transmitidas a través de los teléfonos celulares, el acceso a la lectura electrónica se ha vuelto casi universal. Allí el hábito, o el placer, de leer periódicos impresos, se va reduciendo al mundo de los adultos. En la cultura de los jóvenes, leer el diario por la mañana es una costumbre que deja de existir, y cuando los adolescentes de hoy sean adultos las noticias impresas no formarán parte de sus recuerdos, ya no digamos de su universo cultural. Si para ellos la idea de que alguna vez existió la televisión en blanco y negro parece una broma, la idea de los periódicos que se vocean en la calle, o que se compran en los quioscos, o se reparten a domicilio, podría llegar a parecer otra broma a los adolescentes del futuro.
En América Latina, el proceso parece ser en general diferente, si exceptuamos casos como el de Brasil. Con un acceso mucho menor de la población a las conexiones electrónicas, y con los celulares limitados en su mayoría a su función básica de servir como teléfonos, y no para leer en línea, los diarios no parecen tan amenazados de inmediato en su existencia, al menos por razones de pérdida acelerada de lectores y anunciantes.
Las amenazas pendientes sobre los diarios, más que tecnológicas, vienen a ser de naturaleza política, y provienen del poder autoritario que no admite la crítica ni acepta que la libertad de expresión es un valor fundamental de la sociedad, sin el que ninguna convivencia ni ningún sentido de democracia es posible. Y como el poder autoritario de corte populista está hoy en auge, se multiplican las leyes que buscan reprimir la libertad de expresión como en Bolivia, Venezuela o Ecuador, o que tratan de monopolizar el control de la fabricación o comercio del papel, como en Argentina, o se fraguan falsos conflictos sindicales dentro de los periódicos, como en Nicaragua; o en fin, se persigue y se reprime a los dueños de los medios y a los periodistas.
Si la amenaza de la sustitución de la lectura en el papel por la lectura electrónica depende del avance de la tecnología, y por tanto de la modernidad, está otra, la que trata de colocar a los periódicos bajo la mordaza, o de cerrarlos, es una amenaza arcaica. No es nada nuevo, pero precisamente por eso es temible.
Es otro tipo de hacha, esta vez siniestra, la que busca derribar los árboles.
Formentor, Mallorca, 2010.
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