rasil es hoy el país darling de la prensa económica de todas partes. Y cómo no habría de serlo si ahí se hacen buenos negocios. Petrobras, hace apenas unos días lanzó la más grande colocación de acciones de la que haya registro, por un valor de más de 50 mil millones de dólares para explotar reservas de hidrocarburos de una cantidad mayor a las de Kuwait o Rusia.
La economía brasileña crece rápido y es una gran exportadora de carne, soya y otros productos naturales, además de tener una potente industria, desarrollo tecnológico y una fuerte banca privada y estatal.
Se han hecho una serie de reformas económicas y políticas desde 1995, que han dado frutos con mayor estabilidad financiera y mejor gestión pública. Un proyecto bien definido y continuidad han sido elementos necesarios para transformar las cosas.
El gobierno de Fernando H. Cardoso sentó la bases de la expansión y Lula ha extendido las condiciones de la bonanza y, además, ha proyectado a ese país a la escena internacional, hasta convertirlo en una referencia por encima de todos los otros de América Latina, y a él mismo como uno de los políticos más reconocidos del mundo.
El ánimo nacional está echado para adelante y hasta se puede resistir la fragilidad futbolística del reciente campeonato mundial. Ya no sólo se sabe de Brasil como una nación tropical, futbolera y de escuelas de samba. No, los bancos ponen ahí el dinero, la empresas invierten y se venden productos en muchos mercados.
Brasil es la B del grupo de países llamados BRIC (más Rusia, India y China) por el banco Goldman Sachs hace poco para identificar los puntos de crecimiento y oportunidad para hacer negocios.
Apenas a un par de semanas de las elecciones, el partido y la candidata del presidente Lula parecen imbatibles. Pero a pesar de la euforia reinante hay quienes cuestionan que el modelo tenga vapor suficiente (o energía de cualquier otro tipo más moderna) para seguir adelante en las condiciones actuales.
En una reciente entrevista con el diario Financial Times, precisamente es Cardoso el que pone los signos de interrogación. El crecimiento no lleva directamente a mayor equidad social, y el desarrollo depende de otras cuestiones como la calidad de los bienes y los servicios que se generan, en especial la educación, según señala.
Advierte que aun en el marco de la democracia persiste el conflicto con la manera en que se crea y se distribuye la riqueza, y hay trabas en cuanto a las condiciones de eficiencia del funcionamiento económico y social, con fricciones en la productividad y sin que se abatan los hechos de violencia. No es muy amable con Lula, más bien bastante crítico.
En todo caso el balance de la experiencia brasileña de la última década y media debe hacerse con atención. Pero lo cierto es que es mejor tener una sociedad en movimiento, con una creciente clase media y fuentes de trasformación; eso cambia las expectativas no sólo fuera de ese país sino, sobre todo, dentro. Cuánto durará el encanto con las finanzas internacionales y cómo se embonarán las contradicciones internas no se sabe. Pero parece que en Brasil hay capital económico y social sobre el cual apalancarse. Este no es un asunto irrelevante.
En eso hay un claro contraste con lo que ocurre en México. Y las percepciones y las expectativas no pueden surgir sólo de la voluntad, por más que la tengamos o nos reclamen no tenerlas desde el gobierno. Tampoco sirven los llamados de nuestros nuevos optimistas, que exigen ver no sólo lo malo sino también lo bueno que hay. Cándido revisitado.
Los hechos que registramos aquí a diario se han vuelto repetitivos pero en un entorno negativo. Parecen envolvernos de modo tal que provocan más desazón. Pero son reales, se manipulan sin duda y hasta parece que hay un cierto designio detrás de esta situación y que va más allá de un mero desbordamiento de las condiciones políticas.
Un cuestionamiento, y no sólo tácito, entre la gente es cómo hacer para cambiar las cosas, cómo zarandear a esta sociedad para ponernos en otro camino.
Las pautas de referencia de un proceso tal están sobre la mesa, Brasil es apenas una de las experiencias que podríamos revisar acerca de cómo reformar una sociedad y advertir los alcances y limitaciones de tal proceso. Pero la reforma real debe iniciarse con un horizonte largo, pues los seis años de costumbre ya son inútiles.
No se trata de inventar soluciones o crear utopías, menos aún seguirse lamentado o llamar a un pasado que nadie quiere ni puede repetir. Pero la rigidez de la estructura social y política, la cada vez más estrecha perspectiva de la gestión de la economía, la perversión de las instituciones, la prevalencia de los grandes intereses y el desprecio por la legalidad son cargas que pesan mucho.
Un gran plan de zarandeo de la nación puede ser hoy una opción válida, seguro que es necesaria.