ara un cinéfilo formado en los años 60 del siglo pasado, el nombre de Arthur Penn evoca el acercamiento más fructífero entre Hollywood y la contracultura. Hombre liberal, claramente influido por la nueva ola francesa, era lógico que Penn fuera llamado a dirigir Bonnie y Clyde (1967), cuando sus guionistas, Robert Benton y David Newman, no consiguieron interesar a Truffaut o Godard en el proyecto.
Los gángsteres rurales de la década de 1930 se transformaron así en asaltabancos tan glamorosos y desparpajados como estrellas de rock. El realismo no era el propósito, sino una emblemática mitificación de una pareja contra del sistema. La película encontró su mayor punto de controversia en su secuencia climática, una copiosa balacera filmada en cámara lenta. Por vez primera en la historia del cine se apreciaba en detalle el efecto destructivo de las balas sobre cuerpos y objetos, pero también cómo el recurso de la cámara lenta podía dar a la violencia gráfica un lirismo digno de un ballet.
Su siguiente realización, Alice’s Restaurant (1969), es un recuento de la odisea jipi del cantante Arlo Guthrie por Estados Unidos. Su valor contracultural puede medirse por el hecho de que fue prohibida en México. Ustedes saben, la mención de cualquier droga, ya no digamos la apología, era tabú en ese entonces.
El gusto de Penn por desarmar los géneros tradicionales –el western, sobre todo– ya se había visto desde su opera prima, The Left-Handed Gun (llamada aquí El temerario, 1958), cuyo Billy the Kid –Paul Newman en pleno desempeño del Método– era presentado como rebelde con causa. Su siguiente western, Pequeño Gran Hombre (1970) sería aún más subversivo al repasar los principales clichés del género bajo la luz de la política de los años 60. En particular, la guerra de Vietnam es aludida por la derrota de Custer en la batalla de Little Big Horn. En suma, una mordaz versión revisionista de la historia de su país, a través de la picaresca trayectoria del hombre más viejo del mundo.
De filmografía escasa, Penn hizo otras dos películas importantes en la década de 1970. Secreto oculto en el mar (Night Moves, 1975), inteligente ejercicio en neo-noir con un detective que, justo cuando cree resolver la intriga, se ve condenado a dar vueltas literalmente en círculo. Y, sobre todo, Duelo de gigantes (The Missouri Breaks, 1976), su western más excéntrico, centrado en la persecución de un forajido, emprendida por un demente pistolero a sueldo (Marlon Brando, en pleno desempeño del método de echar desmadre). Adelantada a su tiempo –ahora puede detectarse su influencia en Sin lugar para los débiles, por ejemplo–, la cinta fue destrozada por la crítica e ignorada por el público.
Quizá la consecuente decepción causó que Penn diera un prematuro viejazo. Ninguno de sus seis largometrajes finales (incluidos dos telefilmes) es digno de su trayectoria. Bien señala el crítico David Thomson que son como si los hubiera dirigido otra persona
. De hecho, su último título hecho para cine, Penn & Teller Get Killed (1989), resulta realmente insufrible.
Hace casi tres años conocí a Arthur Penn en el festival de cine de Morelia, que entonces lo homenajeaba. En la conferencia ofrecida por el cineasta me di cuenta de que la mayoría de los asistentes desconocía su obra; si acaso, Bonnie y Clyde era recordada como vaga referencia por los más enterados. Luego hubo una posibilidad de contacto más personal, durante una cena. Penn y señora llegaron tarde, cansados; él lucía el efecto de haber sufrido la temida venganza de Moctezuma
. No di rienda suelta al Rupert Pupkin que todos llevamos dentro para expresarle mi admiración por sus tres westerns, por lo menos. Debí haberlo hecho. Algunos integrantes de la mesa tenían la noción de que se trataba del papá de Sean Penn. Lo puedo jurar ante una Corte.