n las últimas semanas viví más en el mundo de Thomas Bernhard que en el mío propio. Yo no me podía salir y él me retenía. Desde las primeras páginas (El sobrino de Wittgenstein, los Relatos autobiográficos) me pareció que Bernhard había escrito sus libros hace 30 años para que yo los leyera hoy, y a la primera oportunidad declaré esto mismo públicamente, porque lo supe desde que empecé a leer a este autor. Sus ideas, sus experiencias, su gente, su abuelo materno, la guerra en Europa, el nacionalsocialismo infernal, la enfermedad, la enfermedad del pulmón, la composición inusual de una familia, el papá tabú al que no conoció, la independencia deseada y la independencia forzosa, el abuelo materno, el estudio del violín, la clase de inglés que queda suspendida en el tiempo cuando el estudiante llega a la cita y la casa de la maestra está en ruinas tras un bombardeo, el canto, el internado, el director de escuela estricto, la oposición visceral a la autoridad, a la educación, a los políticos, a los médicos, a los premios, a la sociedad, la afición a la vida de café, a la ciudad, al campo, pero sobre todo un par de asuntos literarios, de técnica y de enfoque, diría yo.
Bernhard usa únicamente la puntuación más básica posible pero no cambia de párrafo. Las 100 páginas de cada uno de sus cinco relatos autobiográficos son un párrafo cada uno, un párrafo de 100 páginas de extensión y de aliento, que sin darse cuenta el lector amante sostiene como el autor porque la frase dura el tiempo que debe o que le toma a la idea expresarse, y que siempre es en el tiempo necesario. Bernhard repite las palabras que debe para que lo que quiere decir se entienda exactamente y claramente aunque sea a base de repeticiones, todas son necesarias en la narrativa de Bernhard. Tan necesarias que el lector no se da cuenta de cómo y cuánto se repiten sustantivos, adjetivos necesarios, adverbios necesarios con sus –mente –mente en español cuantas veces sea necesario para la frase, para su comprensión y para su ritmo, porque Bernhard piensa y oye, es un autor que piensa lo que escribe y que al escribir oye lo que escribe. El texto original es alemán, y Bernhard amaba a Bach y lo tocaba bien (su amistad con el sobrino de Wittgenstein, que amaba la música, empezó a través de la música en casa de una amiga común música).
(Bernhard amaba la filosofía. Conocía bien a Montaigne, lo cita con naturalidad. Y conoció bien a los grandes autores pero no aparenta haberlos conocido ni a todos, los deja en paz. Su abuelo materno era anarquista y escritor. Llegó a publicar algunas novelas y conoció un poco la sensación de ser autor conocido. Sobre todo, fue el maestro vital de Thomas Bernhard. Vivieron compenetrados. Tanto así que cuando el abuelo fue a dar al hospital, Bernhard también, la primera vez, graves los dos. Y el abuelo no se murió hasta que le constó que Thomas estaba fuera de peligro, la primera vez.)
Sí falta y eché de menos el nacimiento detallado del escritor, gocé el del joven que se independiza y se enfrenta a la vida desde abajo.
Pero lo que sin duda me atrapó avasalladoramente de Bernhard escritor fue la manera en que narra la vida de su personaje (el personaje de sí mismo) prescindiendo de absolutamente todo recurso de ficción. Si el lector amante ignora (o cuando en el futuro futuro ignore) la existencia real de Thomas Bernhard, tras leerlo con toda naturalidad incorpora en su imaginación al personaje Thomas Bernhard como personaje literario, de ficción, algo más permanente de lo que nunca lo es o lo llega a ser o lo puede llegar a ser una persona real (para el lector amante los personajes ficticios son reales y más reales que los reales porque son menos variables, más permanentes, más acabados. Más acabados como es acabada toda invención).
Quiero decir que me encantó leer a Thomas Bernhard. Lo busqué en la librería por encargo para W. W quería leer los Relatos autobiográficos y compré también El sobrino de Wittgenstein (el joven librero frunció el ceño cuando le aseguré que el adjetivo atormentado con que se describe al autor en la cuarta de forros, adjetivo que al vendedor, me dijo, más bien lo disuadiría de leerlo, en cambio a mí me convencía de leerlo y de hecho de amarlo de entrada). Busqué a Bernhard para W, pero me lo quedé yo, salíamos de viaje. Escribió para mí, esto lo supe desde las primeras líneas.