Al pie del Reichstag, los berlineses evocaron la caída del muro y la integracón de su país
La multitud presenció el estreno mundial de una obra basada en Rilke; miles recitaron a Schiller y la Novena Sinfonía de Beethoven sonaba mientras los fuegos artificiales refulgían
Lunes 4 de octubre de 2010, p. a10
Berlín, 3 de octubre. Lágrimas en los ojos, sonrisas en los rostros, resortes en las plantas de los pies, la poesía de Schiller en los labios. Los berlineses celebraron cantando, bailando, saltando, cobijados por una lluvia de fuegos de artificio, el vigésimo aniversario de la reunificación alemana al pie del Reichstag y a unos pasos de la Puerta de Brandeburgo.
Miles apiñados en el césped de la Plaza de la República vieron llegar en silla de ruedas a Helmuth Kohl, artífice de la gesta de hace 20 años, y le rindieron un homenaje tan intenso, con música y poesía y flores y canto, que el rostro de hierro rechinó con lágrimas furtivas.
Al lado del ex canciller, su sucesora Angela Merkel, y también el presidente alemán Christian Wulff, quien por la mañana en Bremen defendió la pluralidad cultural de Alemania
y llamó a resolver el pendiente de la inmigración islámica
, el presidente de la cámara baja del Parlamento alemán (Bundestag), Norbert Lammert, al micrófono ante la multitud continuó el homenaje a Kohl, el personaje central de la noche de celebración.
El eje de la fiesta: la crónica icónica que la multitud presenció para revivir la historia, que ahora se escribe con láser, megapixeles y pantallas de alta definición, pues un espectáculo final de luces proyectadas sobre la fachada principal del Reichstag complementó la tradicional algarabía de los fuegos de artificio.
En pantallas gigantescas de alta definición, los momentos claves: la caída del muro, el 9 de noviembre de 1989; el júbilo demoledor que terminó de derribar lo que quedaba del muro el 21 de julio de 1990, en el concierto The Wall, de Roger Waters, y luego las lágrimas de alegría de la noche del 3 de octubre de 1990, cuando Alemania quedó reintegrada.
La celebración se hizo con música, con danza y con poesía. Mientras un coro de jóvenes enlaza el Cannon, de Pachelbel, con el rock de los Beach Boys y luego una filarmónica berlinesa juvenil ata lo sinfónico con el pop, un helicóptero sobrevuela a altura tal que a la vista semeja un mosquito rascando el cielo.
En las pantallas gigantes los asistentes se observan observados desde las nubes: una cámara diminuta en el casco de uno de seis paracaidistas al borde de la escalerilla del helicóptero los reproduce, en perspectiva aérea, como una puesta en vida de un recorrido por Google Earth, en las pantallas gigantes, mientras ellos saltan desde un kilómetro de altura para ejecutar un descenso tan fino y exacto que los clásicos (Kant, Heidegger, el doctor House) lo calificarían de quirúrgico
.
Se acerca el momento culminante. Antes, suena el estreno mundial de una partitura sinfónica conmemorativa, a partir de un texto de Rainer Maria Rilke. Y enseguida la poesía de Schiller es enunciada por miles sobre el césped. La Novena Sinfonía de Beethoven es coreada por la multitud mientras el cielo se vuelca en fuego: espermatozoides colorados, amarillos, rojos, colores esmeralda y escarlata: los fuegos de artificio que despiertan el asombro que suena igual de alelante, fantástico y jubiloso en alemán que en cualquier otro idioma.
Árabe, francés, español, chino, japonés, alemán, pali, senegalés. La Strasse des 17 juni está cerrada al tráfico vehicular y abierta al trasiego del mundo: desde el Ángel berlinés (después de los filmes de ángeles de Wenders, adquirió ya este nombre el monumento, ahora en remodelación, que envuelto en púas de acero parece sometido a terapia intensiva de acupuntura): niños de distintos colores de piel, matrimonios de octogenarios en bicicleta, hermosas mujeres de sencillo talante, egregios representantes de la división panzer (además de la estatua gigantesca frente al Tiergarten, las panzas cerveceras alemanas), multitudes recorren a pie esta Calle del 17 de junio, convertida en vendimia, fiesta popular, verbena de Babel.
Salchichas de medio metro (así las anuncian los letreros), tarros de cerveza (esa combinación gastronómica abunda en las bancas y mesas dispuestas a mitad del asfalto, como una extensión jubilosa del Oktoberfest de Munchen), brincolines sofisticados (los niños chapotean en una alberca de plástico, pero desde el interior de balones gigantes y transparentes), paseos en ponis, chocolates enormes de forma de corazón con mensajes de amor (Ich denk nur nach an Dich: no hago otra cosa que pensar en ti), una fiesta interminable donde la gente danza con música cubana, toma chocolate suizo, paga lo que debe por cada cerveza y su respectivo salchichón, o bien cae rendida ante la oferta del estand brasileño: sexo en la playa: mojito, caipirinha
. Ordem e progresso, se lee también en el mismo letrero verdeamarelho.
A punta de camellearle, a varios kilómetros a pie uno encuentra que el Check Point Charlie no ha cambiado su vocación turística de los recientes años: soldados ficticios posan con extranjeros de a de veras y fotos semejantes, en camaritas de 4.1 megapixeles en promedio, al pie de la Puerta de Brandenburgo, desde el mediodía, también se reproducen como escenas familiares.
Y todo ese torrente de contento culminó en la noche, bajo un manto de luces multicolores y lágrimas en los ojos y sonrisas en los rostros y resortes en las plantas de los pies.
Y la poesía de Rilke, y la de Schiller, en los labios de la gente que cantaba.
Veinte años de la reunificación.
Además de con rayos láser, megapixeles y pantallas de alta definición, la noche del 3 de octubre de 2010 frente al Reichstag, en Berlín, se demostró que la historia se sigue contando con poesía.
Porque la noche avanzaba y la gente seguía en el canto. En Rilke, en Schiller.
En júbilo y poesía.