in de la temporada española de corridas de toros con la feria de otoño de la Plaza de Las Ventas madrileña llena hasta el reloj. Después de una primera corrida, propicia para el bostezo y la siesta, la segunda dio paso a que uno de los toreros de Madrid –a pesar de no ser una figura
– mostrara que es un torero muy torero. Juan Mora salió por la puerta grande a hombros de los aficionados al triunfar apoteósicamente y demostrar que conserva la más pura, más hermética, más ortodoxa tradición de torear a la muerte, recreando el sueño inefable de la poesía.
No dejó ir con las orejas a los toros de Torrealta, mansotes, sosos, pero nobles, resultaron ideales al maestro de Madrid. Ese fulgor, ese fausto suntuoso, esa exaltación de carácter fatalista que lleva internamente, le permitieron levantar el ser inmovilizado que no acababa de dar la nota a sus 30 años de alternativa. Vaya que la dio al agitar su espíritu desmayado y aromatizar Las Ventas de torería.
Todo en Juan Mora hechizado y dominador se expresó sobre todo en tres pases naturales, muy naturales, en los que dictó cátedra de lo que es el toreo de siempre. Y ya con la plaza en éxtasis, remató la serie perfilándose a matar y dejando una estocada en todo lo alto hasta la empuñadura, de la que salió muerto el noble toro de Torrealta. Y aquello fue el acabose.
Sueño de una profundísima sugestión indecible, nada traía ni absorbía tan imperativamente como sus contrastes; el miedo a la muerte (una voltereta de órdago en su segundo enemigo) y lo sorpresivo de su lidiar a los toros desde el momento de abrir el capote. Gracias al secreto de su encantamiento y la escueta y concentrada elegancia de su quehacer frente al toro. Mora nos transportó aunque fuera por la televisión al espacio
siempre fresco de la sexualidad inalcanzable; más allá del yo, de las reglas, lo bien hecho, lo perfecto, lo clásico. No es Juan una figura, ¡es un torero!