Falta de sintonía
ubo tiempos en que la fiesta brava fue motivo de orgullo. Mandaban los ganaderos más que los apoderados, las empresas tenían muy claro que sin bravura y rivalidad no había negocio, y el público asistía a las plazas para encumbrar o reprobar toreros, formando legiones de partidarios que no sólo volvían apasionante el espectáculo, afianzando su posición mediática, sino que propiciaban un efecto multiplicador de la fiesta en las artes.
Cuando el país perdió rumbo e identidad con el pretexto de la globalización y cayó en las garras del neoliberalismo –importar en vez de producir, cancelar expresiones en vez de estimularlas, anteponer el capital a la ley, acatar lo aprobado por Washington como política y culturalmente correcto, etcétera–, la fiesta de los toros resintió tamaño coloniaje, en tanto la superficialidad, el ruido y el mal gusto fueron impuestos por la radio y la televisión comerciales con un objetivo claro: idiotizar.
Hoy, graves consecuencias económicas, políticas, sociales y culturales demuestran que la opción aceptada por los gurús sexenales no fue la correcta, excepto para ellos y sus colaboradores, y de paso para una clase política chambista y estridente pero sin sustancia ni compromiso. La fingida modernidad de los listillos, poco o nada contribuyó a la evolución y desarrollo de la sociedad, hoy atrapada entre el cretinismo y la indefensión.
La violencia como forma natural de convivencia se incorporó a las pantallas y a la vida cotidiana, y la fiesta de los toros fue considerada obsoleta y, esa sí, sanguinaria, cruel y torturadora, cuando en décadas recientes sus vicios han sido la frivolidad, la autorregulación y la falta de sintonía del sistema taurino con la sociedad mexicana, no a la inversa.
Esta falta de sintonía de los sistemas con el conjunto social, esta ausencia de beneficios reales para la ciudadanía, es lo que a la postre acaba con esos sistemas, con las expresiones populares y con tradiciones culturales, no separatistas, animalistas o globalizonzas.
De ahí la deslavada imagen del actual espectáculo taurino, autocomplacido no obstante sus pobres resultados, gracias a un dinero inversamente proporcional a la sensibilidad requerida, para no hablar de la apatía de los gremios por mejorar la calidad de sus fuentes de trabajo, y sin mencionar a autoridades ni a crítica especializada. Son los daños colaterales que ocasionan la falsa democracia y el taurinismo de antojo.