El último suspiro del Conquistador / LVII
lla le había alterado la vida en forma brusca e irremediable, y durante muchos años él pensó que aquel cambio había sido pura pérdida: un futuro profesional que prometía ser brillante, el reconocimiento académico y la aceptación en el selecto círculo mundial de la física... ¿A cambio de qué? De un amor sobresaltado y peligroso, al principio, de una permanente sensación de estar en el epicentro de un terremoto, y después, décadas de desencanto y tedio conyugal entre dos seres de ingeniería demasiado distinta; concesiones diarias de él a ella, realizadas con la esperanza inútil de revivir la pasión inicial. Pero cuando se quedó solo, hubo de admitir que ella, de seguro en forma involuntaria, lo había inoculado con la imaginación que a él le había faltado durante toda su vida, hasta que la conoció, que gracias a ella (o a la ausencia de ella) había descubierto esa modalidad de viaje en el tiempo a la que los espíritus cuadrados denominan historia, y que esa actividad terminó por volverse la verdadera pasión de su vida.
* * *
Manuel observó las distintas gráficas que le mostró la azorada doctora Contreras, y se alarmó. En efecto, el fondo de aquel frasco estaba recorrido por grietas microscópicas, quiebres en el ordenamiento molecular del cristal que crecían en forma acelerada. De continuar la expansión, en poco tiempo serían visibles a simple vista. Proyectó el proceso en cámara rápida e imaginó el recipiente craquelado, recorrido por múltiples rupturas por las que, a la postre, se escaparía su extraño contenido. El fenómeno, recordó, es poco frecuente, pero no desconocido, y ocurre en las fases previas a la ruptura en los procesos de fatiga de materiales. Pensó entonces que aquel frasco había llevado una vida agitada, o bien que el gas que contenía experimentaba ciclos de contracción-expansión, lo que sometería a las paredes del contenedor a ciertas presiones... Y si a eso se le agregaba que el conjunto era antiquísimo, como alegaba Jacinta...
–¡Ya sé! –dijo de pronto–. Doctora, tenemos que encapsular esto en resina. Y tenemos que hacerlo rápido, antes de que el gas del interior se nos vaya de pinta.
Hasta ese momento, Manuel había asumido ante su colega una actitud de irreverente pasividad, eludiendo las facetas ríspidas del carácter de la doctora Contreras. Pero en las horas previas los papeles habían ido cambiando de manera sutil, y ahora ella se comportaba como una mujer frágil, asustada por la magnitud y el misterio de lo que iban descubriendo, y vulnerada por la eclosión de un sentimiento de atracción hacia su viejo colega. Se sintió atrapada entre la necesidad de manifestar el deseo de cercanía y la urgencia de asegurar de alguna forma aquella cosa que en cualquier momento podría escapar de su encierro cristalino y perderse para siempre en la atmósfera.
* * *
–He vivido en muchos cuerpos –dijo el almero Tomás.
Tras las desconcertantes presentaciones iniciales a la puerta de la casa, Andrés había ideado lo más sensato para salir de la situación: buscar las llaves en la bolsa de Jacinta, que estaba alelada y no atinaba a reaccionar, abrir la puerta e invitar a los tres desconocidos a que pasaran. Venciendo el cansancio del vuelo trasatlántico, multiplicado por dos horas de agonía en el embotellamiento en el Distrito Federal, fue a la cocina, preparó café, lo distribuyó entre los presentes, servido en las horribles tazas de Eduviges –loza mal prensada que imitaba la porcelana– y se resignó a esclarecer todo aquel embrollo. Sin tener muy claro por dónde empezar, se dirigió al que parecía mayor de los tres, el calvo grandote de piel lechosa:
–Pues platíquenos...
–Entiendo que no me reconozcas –se dirigió a Jacinta el aludido con voz calma y grave– porque me conociste con otra forma. En cuatrocientos cuarenta y cuatro años he pasado por muchas. He tenido un envoltorio de natural, me he metido en el cuerpo de un negro, he vivido como mestizo, y ésta es la tercera o cuarta vez que ocupo un cuerpo europeo. ¿La tercera o la cuarta? –preguntó a su acompañante.
–La cuarta –contestó el asiático, con una sonrisa.
–¿Y usted espera que yo me crea todo eso? –replicó Jacinta, sin convicción, y aferrada a la taza de café como si ésta fuera una cuerda y ella, un náufrago.
–Estuviste hospedada en mi casa –dijo el hombre con suavidad–. Puedo darte las fechas. Puedo repetirte lo que hablaste en sueños. Puedo decirte el color de los zapatos que llevabas, los motivos bordados en el huipil que compraste y que te dejaste puesto todos esos días. Puedo decirte el color del cuaderno en el que hacías tus anotaciones. No debiste robar el frasco de mi almario, porque sólo yo puedo deshacerme de la obligación que guarda.
Al oír aquello, Jacinta se derrumbó en el sillón y el oriental se carcajeó. Sánchez Lora seguía la plática con una mirada perspicaz.
–¿Qué guarda? –preguntó Andrés.
El extraño clavó la vista en Jacinta y ésta asintió con un gesto de la cabeza, como autorizando las palabras que pronunciaría el hombre:
–El alma del capitán Hernán Cortés.
–Está bien: sí, yo tengo su frasco –dijo Jacinta, impresionada por el cambio en el físico de Tomás, y sin poder contener un temblor leve, pero imperceptible–. Así que usted... usted... ha cambiado de...
–No sólo yo. También mis hijos, mi sirviente Garcí... –y señaló al hombre menudo y correoso que estaba a su lado.
–¿Y para qué quiere el frasco? –preguntó ella.
–Tengo el compromiso de volverlo a la vida. Durante varios siglos lo postergué, pero cuando te llevaste el recipiente de su alma me quedó claro que debía terminar con eso y poner fin a su cuidado.
–¡Enfrascar almas! –exclamó Andrés–. Pero... ¿colocar en otros cuerpos? Disculpe, hasta allí no llega mi credulidad.
–¡Lo hace! ¡Lo hace! –le gritó Jacinta, aterrada–. Este hombre es Tomás, te lo juro. No es él, pero sí es él... Habla con otra voz, tiene otra cara... pero es él...
Andrés apretó el antebrazo de Jacinta para contenerla y miró a Tomás con una exigencia muda de explicaciones.
–Es más simple de lo que se piensa –contestó el hombre, captando el gesto–. Cuando encontremos al cuerpo adecuado, resucitaré al Capitán y lo dejaré a su albedrío, se enfade o no.
En eso, sonó el teléfono. Andrés se levantó, cogió el aparato, lo llevó hasta el asiento de Jacinta y se lo entregó. Ésta tomó la comunicación.
–¿Diga...? ¿Manuel?
Los ojos de la muchacha se abrieron con desmesura. Luego exclamó:
–¡Vamos para allá! –gritó, y colgó.
–¿Qué pasa? Preguntó Andrés.
–Que el frasco está lleno de grietas –dijo ella, con la mirada desorbitada, y mirando sucesivamente a Andrés y a Tomás–. Se está rompiendo... ¡Debemos ir para allá!
–¿Mi frasco? –se alarmó Tomás–. ¿Dónde se encuentra?
–Venga –respondió Jacinta, poniéndose de pie–. En el camino le explico.
–Momento –intervino Sánchez Lora–. A mí también tendría que contarme usted algunas cosas...
–Le cuento lo que quiera –respondió Jacinta–, pero en el camino. Nos tenemos que ir.
(Continuará)
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