a no sueño como antes. Antes soñaba distinto. No que ahora, bueno, los sueños vienen en otro material. Aunque no recuerdo los de antes, sigo sabiendo cómo eran. Tampoco recuerdo los sueños nuevos, ignoro qué son, pero sé que suceden en un lugar donde yo nunca estoy. Quisiera entenderlos, usar su iluminación, si la tuvieran. Leer los pasos para el camino, aprender los correctos dónde y cuándo. Sé de gente escalofriantemente sabia que la guían sus sueños y con eso llegan. Son los que saben soñar lo inmenso y morir a tiempo.
En los sueños actuales me comporto como si tuviera idea de dónde estoy, a sabiendas de que no es cierto. Voy errante, perdidamente fugitivo en ellos. Una tirada de sueños nunca la abolirá el reloj, me dije citando mal a Mallarmé una mañana. En vista de lo cual, curioso y consciente de mi disfuncionalidad onírica, volví a la Alameda Central para averiguar qué clase de sueños eran los que vendía Orfeo en su puesto callejero.
Sin proponérmelo me preparé, pasando toda la víspera escuchando a Captain Beefheart en dos MP3 masivos que compré sobre las banquetas de la Condesa un domingo. Unos 20 discos, como 12 horas de música ininterrumpida. Un borrachera de ésa música, nacida de tripas y testículos tan irreverentes que ni Tom Waits, su mejor y casi único alumno, jamás se atrevió a imitar. Su blues quebrado, su insolencia narrativa, su fragmentación telúrica; las canciones las termina y comienza donde sea. Con Captain Beefheart uno se siente a la mitad de algo que en cualquier momento sucede o deja de suceder. Igual que los sueños. Y él se está burlando de uno, eso es lo interesante.
No fue deliberado, pero como que el Capitán Corazón de Res me predispuso. A la salida el Metro topé con una manifestación. Los granaderos eran tantos y tan hostiles que no logré acercarme a los que atrevían a protestar, encapsulados entre escudos de acrílico y garrotes negros. Sus demandas y denuncias sonaban bastante serias. Gases lacrimógenos al cinto, los policías portaban cascos de astronauta y chalecos antibalas. Alcancé a calcular que doblaban en número a los manifestantes, y los tenían prácticamente presos. Era cosa de agarrarlos del pescuezo, sonárselos y retirarlos de la vía pública
. Guau, pensé, represión como en el primer mundo, al estilo robocop de Alemania o Dinamarca. Quién dice que no hemos progresado. Sólo los ingratos, como esos que ni se les veía ni se les escuchaba.
No preví que hubiera tanta gente paseando en el parque, pero la había. No creí que cupiera en las maltrechas aceras del extremo oriente de la Alameda, pero cabía. Hombro con hombro, cadera con cadera, separada por bolsos y bultos, la humanidad trasegaba infatigable entre los puestos que flanqueaban los ríos de gente en ambas direcciones. Igual que en las correspondencias del Metro, donde los flujos no chocan, dejan correr con chanfle miles de cuerpos individuales que se entienden, educados como están a ser multitud en la ciudad excesiva, y fluyen.
Era difícil distinguir los puestos, y peor detenerse en ellos. Casi me paso del de Orfeo, y es que yo venía buscando a Carmelita y sus niñas para orientarme, y no las vi por ningún lado. Fue él quien me alcanzó diciendo con que te animaste a venir.
Apuntó atrás con la mano izquierda hacia un toldo que, bien mirado, era de llamar la atención. Se distinguía de los demás en el tianguis ilimitado, amorfo y disonante. Más sombreado que el resto, consistía en una carpa color café brillante con tres paredes de trapo, como de órale, vamos a jugar al teatro.
Tenemos que esperar, aguanta, advirtió Orfeo. Hay unos clientes ocupados, conociendo la mercancía. Llevan rato, no han de tardar.
La pelotera exigía un esfuerzo adicional para mantenerse inmóvil, así que me orillé a esperar. Orfeo regresó para atender a esas personas. Yo le había preguntado por Carmelita, que me cayó re bien, y él me había respondido que hace dos días no vienen, la chiquita se le enfermó y no encontró quién la cuidara. La tuvo que llevar a la clínica. Cuatro horas para sacar la ficha. Y dos más para que la atendieran.
Impaciente, ya me iba a dar una vuelta. Orfeo salió de su local y me dijo no te vayas, están por terminar. ¿Terminar qué? No me pareció que sus clientes estuvieran haciendo nada. Eran una pareja medio joven. Allí parados, quietos, sonrientes, reblandecidos diría yo. ¿Será que extáticos, o ridículos?
Fuera lo que fuera lo que Orfeo vendía, sueños según esto, me empezó a oler sospechoso. No fuera a resultar una jalada new age. Cuando al fin me recibió en su carpa, preguntó qué tenía en mente. Nada en particular, contesté, haciéndome el atónito.
Mucho mejor, vas a ver qué buen material. Y me retó: a que sueñas. Si no conoces, ya conocerás.
Guardaba su secreto en centenares de cajitas de tres o cuatro tamaños, colores diferentes y buen acabado. Escoge una y destápala, dijo. Ay nanita, dije para mí, por no decir ay Pandora.