Opinión
Ver día anteriorMartes 19 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Los mineros, Dios y Sebastián Piñera
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il millones de personas –200 millones más que cuando el Campeonato Mundial de Futbol– siguieron por televisión la epopeya de los 33 mineros atrapados en la mina San José, en Copiapó, Chile. Sin duda, muchos lo hicieron deslumbrados por la tecnología de rescate utilizada en esta misión Apolo de la minería, pero la inmensa mayoría compartió la angustia de los familiares de esos trabajadores y siguió su lucha con emoción y solidaridad. Sin embargo, ni en Chile ni en ningún país hubo una expresión concreta de diferenciación de clase entre los que deben ir a padecer y morir en un socavón o trabajan arriesgando vida y salud para que otros gocen sin trabajar, y los responsables directos e indirectos de los accidentes de trabajo. Que yo sepa –ojalá no sea así– no se registraron paros simbólicos, de protesta o solidarios ni declaraciones sindicales o de los partidos que en escala internacional y en Chile mismo dicen representar a los trabajadores. El pueblo chileno y los mineros mismos encuadraron la resistencia en el fondo de la mina y los esfuerzos por rescatarlos sólo en un marco nacionalista y deportivo y festejaron la liberación de los 33 como una victoria nacional, como lo expresaba el coro Chi, chi, chi, le, le, le que acompaña a las selecciones nacionales en todos los deportes.

Sólo la fortaleza de ánimo de los trabajadores chilenos, que están curtidos por la explotación, la opresión y los continuos desastres naturales, permitió superar sin desánimo el terrible terremoto seguido por un tsunami, recurriendo a la solidaridad y la fraternidad de los pobres. Por eso casi no se produjeron saqueos, a pesar de que gran cantidad de gente había perdido todo y carecía de todo. Y sólo la tradición de sus padres y hermanos, la firmeza, la tenacidad, la voluntad de hacer frente a todo para recuperar su libertad permitieron a los 33 mineros sobrevivir durante 15 días en la oscuridad, casi sin comer, bebiendo el agua que se filtraba por las paredes, y organizarse a la espera de que los localizasen y socorriesen. Pero, tanto en el caso del terremoto como en el de la mina San José, los verdaderos héroes no se vieron como tales y atribuyeron la superación del desastre vivido a fuerzas ajenas a ellos, incluso a los mismos responsables políticos de los accidentes de trabajo continuos que funestan la pequeña y la mediana minería.

La mina San José había sido cerrada y reabierta dos veces, por la inseguridad en el trabajo, y la empresa cargaba ya con la responsabilidad de muertes y mutilaciones, pues el aumento del precio del oro y también del cobre, y la despreocupación por los mineros (entre los 33, uno seguía trabajando a los 63 años, a pesar de que sufre de alta presión y de silicosis), la llevaban a aumentar la explotación del yacimiento sin invertir en medidas de protección (consolidación, mantenimiento, construcción de salidas de emergencia). El derrumbe, por tanto, no fue una fatalidad, sino fue causado por el ansia de lucro, la avidez, el desprecio clasista por los trabajadores que ostentan todos los días los patrones mineros y por la incapacidad, incuria y corrupción de los gobiernos, que están preocupados por las finanzas de los capitalistas y no por las vidas de quienes enriquecen a éstos. Los terremotos y los tsunamis pueden ser desastres naturales, pero la impreparación para enfrentarlos es un delito político. Y las muertes por accidentes de trabajo o por derrumbes, deslaves e inundaciones son verdaderos crímenes cuyos responsables son los que destinan los fondos públicos a sostener las ganancias y no a responder a las necesidades. Porque, si existe la tecnología para los rescates, podría haberse utilizado en Pasta de Conchos y podría también haber la tecnología para impedir los derrumbes si se respetasen más las vidas humanas que el margen de ganancias de las empresas.

Por eso es urgente y necesario destruir la densa cortina de desinformación alienante para poner las cosas en el terreno de la realidad, ya que, por ejemplo, aunque el padre comunista y el padrastro socialista de Luis Urzúa, el jefe de turno que organizó todo y el último en salir, fueron asesinados por Pinochet, a quien apoyó Piñera, el minero pidió que el caso de los 33 no se repita nada menos que al presidente-gran empresario que, además, se ha reforzado políticamente al aparecer como el salvador de las víctimas del sistema que él defiende.

El aumento brutal de los accidentes en las minas chinas y rusas, donde los derrumbes matan decenas de obreros, o los naufragios en la India, Filipinas, Indonesia; las catástrofes ferroviarias, inundaciones y deslaves causadas por la deforestación o las muertes en el trabajo en todo el mundo, son sólo la expresión del retorno a la explotación propia del siglo XIX por un capitalismo depredador de todos los recursos, incluso la mano de obra.

Piñera se presenta como socio de Dios y pintó a éste como el Jehová que torturaba a Job diciendo que siempre lanza sobre Chile cargas que el país puede soportar, convirtiéndolo en una especie de sádico con atisbos de clemencia. Los mineros, por otra parte, víctimas en este mundo, también depositaron su confianza en el cielo y, a falta de una tecnología de rescate más avanzada, recurrieron a la oración aunque, al mismo tiempo, demostraron a todos que eran capaces de organizarse y luchar por sus vidas, con solidaridad y de modo colectivo, ayudándose unos a otros.

Es hora, pues, de que todos puedan llegar a comprender que no hay salvadores ni en el cielo ni en la tierra si los trabajadores no se salvan a sí mismos, y que las llamadas fatalidades se pueden prever e impedir acabando con la superexplotación de la gente y de los recursos por el capitalismo. Es hora de que por lo menos la izquierda comience a hacer un poco de claridad ideológica y a dar la batalla por las ideas.