Astados obesos, mansos y débiles de Los Encinos, llevaron nombres de héroes de 1910
El juez Andrade le obsequió una oreja
Tres picadores terminaron en la enfermería
Lunes 15 de noviembre de 2010, p. a38
Lo dicho: el fracaso de Enrique Ponce en la corrida inaugural de la temporada de invierno 2010-2011 en la Monumental Plaza México provocó erosión en los tendidos, que ayer volvieron a verse desiertos en la mayor parte del embudo. Fue una entrada tan mala que ni siquiera acudió la Porra de Alcohol. Por su parte, el ganadero de Los Encinos envió siete mansos, obesos y débiles, ante dos de los cuales estuvo muy bien el ibérico Miguel Ángel Perera.
A su primero, que recibió un picotazo de trámite, logró hacerlo llegar con cierta alegría al tercer tercio –tanta, que incluso le pegó un susto al trompicarlo, trance del que el hombre salió mirándose la ropa– pero no le cuajó la faena. Y después, aunque pinchó y mató de un descabello, el juez Roberto Andrade se apresuró a concederla una oreja. La labor del europeo, como bien dijo un aficionado de Sol General, era para salir al tercio
.
Perera estuvo mejor con el quinto de la tarde, al que le dibujó el péndulo en los medios y en seguida se lo pasó por la faja en cinco ocasiones más, sin moverse del mismo sitio, antes de descubrir que el bicho en realidad estaba muerto. De eso se dio cuenta después de aquellos soberbios estatuarios, cuando volvió a citarlo y al bajarle la mano en un bonito trincherazo lo hizo rodar por la arena.
Ahí comprendió que, para desquitar la paga e incluso divertirse y gustarle al escaso pero incondicional público, debía llevar al rumiante con la sarga en alto, y muy suavecito, fórmula que le permitió improvisar detalles en verdad pintureros, como el de aquel molinete en que sólo giró él, mientras el bicho lo observaba pasmado, y al volver a quedar ante los pitones le ofreció la muleta y consiguió hacerlo caminar en redondo.
Para mala suerte del natural de Badajoz, pero en abono de la seriedad que hace tanto perdió la México, Perera pinchó dos veces, pues de lo contrario Andrade le habría otorgado las orejas y quizá el rabo, por una faena, ojo, a una res que jamás transmitió sensación de bravura, fuerza o peligro.
Última corrida en la plaza más grande y villamelona del mundo antes del centenario del inicio de la Revolución, los astados de Eduardo Martínez Urquidi, inflados con esteroides y anabólicos a juzgar por su condición agónica, llevaron los nombres de los caudillos, mártires y próceres de la gesta de 1910 –Emiliano, Doroteo, José María (por Pino Suárez),Venustiano y Álvaro (por Obregón)–, pero se colaron dos que no venían al caso, Franciscano (?) y Pascual (¿acaso por el Nopalito Ortiz Rubio, que fue un pelele de Calles?).
Eso, y la crónica radiofónica del partido América-Pumas, y los comentarios de la espeluznante golpiza que Pacquiao le asestó a Margarito (y le fracturó un hueso de la cara), concentraron la atención de los espectadores mientras actuaban los otros dos alternantes, Manolo Mejía, que participó en la corrida pero nadie recuerda nada de lo que hizo, y José Mauricio, el torero de Mixcoac, que no mostró progresos y, por lo contrario, se vio fuera de sitio, excepto cuando citando de largo al primero de su lote y girando como un trompo en cámara lenta mientras el peludo lo acometía, realizó una muy personal y brillante adaptación al capote del pase muleteril llamado el imposible
, pero que luego ligó con unas espantosas gaoneras bailando un jarabe zapateado.
Cuando la gente ya se despedía y se prometía rencontrarse el próximo domingo, para la reaparición de Sebastián Castella, José Mauricio regaló un séptimo cajón que, al salir del chiquero, saltó la barrera y cayó sobre tres picadores, que se fueron a la enfermería lastimados por el golpazo.