a Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) dio a conocer lo que en el ámbito regional es una buena noticia, pero para nuestro país constituye una corroboración amarga. En años recientes la pobreza en América Latina tuvo una disminución significativa, incluso a pesar de la crisis económica mundial iniciada en 2008. Esta tendencia fue particularmente marcada en Argentina, Venezuela, Perú, Brasil, Chile, Ecuador y Panamá. Sin embargo, a contrapelo de ese fenómeno regional, en México la pobreza se ha incrementado en forma sostenida desde 2006.
Entre 2008 y 2009, que es el lapso en el que podría atribuirse al descalabro financiero planetario un efecto definido, nuestro país sufrió las consecuencias más severas, seguido por Costa Rica y Ecuador. Si se observa el periodo 2006-2009, México es la única nación del subcontinente en el que se incrementó el número de pobres (en 3.1 por ciento), mientras en el resto de las naciones latinoamericanas el indicador correspondiente se redujo en diversas proporciones.
Ante estos datos contundentes, los alegatos oficiales acerca de una presunta mejoría de la situación social del país –que viene arrastrando una deuda histórica con los desposeídos y los marginados– se revierten contra la credibilidad, de por sí mermada, del gobierno federal y generan escepticismo en torno a las estadísticas institucionales.
Lo más grave de estas realidades dolorosas y exasperantes no es su adulteración discursiva, sino sus consecuencias en la gobernabilidad, en la seguridad y en la viabilidad del país. La irritación social provocada por la ineficiencia y la corrupción gubernamentales, así como por el empecinamiento en seguir un modelo económico caduco y depredador, no se mitiga con excesos de optimismo y de autocomplacencia. Están a la vista los impactos generados por la marginación, la indigencia, la insalubridad y el déficit educativo: ya no se trata de individuos empujados a la delincuencia por la falta de empleo, sino de regiones enteras del territorio nacional que escapan al control del Estado y en las cuales sienta sus reales la criminalidad organizada en cualquiera de sus expresiones.
Se ha dicho hasta el cansancio que ninguna estrategia de seguridad pública o de implantación del estado de derecho puede funcionar si no se corrigen las terribles distorsiones que dan origen a la descomposición que agobia al país, y que las correcciones correspondientes se inician, obligadamente, en el cumplimiento de derechos consagrados en la Constitución –al trabajo, a la alimentación, a la salud, a la educación, entre otros– que constituyen otros tantos imperativos éticos del Estado ante la población, además de acciones necesarias para reducir la pobreza. Para ello se requiere, a su vez, de un cambio de rumbo radical en la conducción económica, la cual, desde hace cinco lustros, se orienta a satisfacer los intereses del capital y no las necesidades de las mayorías.
Con la gobernabilidad regional perdida en diversas zonas del país, y de no emprender un viraje como el señalado, el gobierno federal se enfrentará, tarde o temprano, con una desestabilización generalizada y de índole nacional. Cabe esperar que exista la prudencia y la sensatez necesarias para percibir las implicaciones de las cifras de la Cepal y actuar en consecuencia.