El último suspiro del Conquistador /LXIV
ntes de redactar el párrafo final de su obra, Andrés hizo una pausa. Evocó la memoria de Jacinta. Sin los disparates y las arbitrariedades de la mujer de su vida, no habría podido transitar hasta ese presente que le resultaba satisfactorio y gratificante. Recordó también al difunto Sánchez Lora, el hombre observador y honesto que le había compartido sus recuerdos, apuntes y reflexiones sobre el México de los albores del siglo XXI y que había realizado, de esa manera, una contribución fundamental a aquellas Crónicas. Y pensó, con agradecimiento, en un tercer individuo. Recorrió mentalmente el texto hasta su principio, e hizo allí una anotación:
Jacinta Dionez Manzano
Edmundo Sánchez Lora
Evaristo Terré
in memoriam
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Cuando sintió en la boca los labios del hombre que tenía encima, su visión se oscureció por la ira. Tuvo el impulso de echar mano de la espada, pero en el sitio respectivo sólo encontró un hueso ilíaco recubierto de pellejo arrugado. Entonces, con un violento movimiento de la nuca, hurtó la cara a la de aquel bujarrón insolente, le buscó la garganta, abrió la boca cuan ancha pudo y se prendió a la carne con una tarascada definitiva. El tipo, sorprendido, no pudo gritar porque las quijadas del organismo resurrecto le atenazaron las cuerdas vocales y le cerraron el flujo de aire. Sólo atinó a moverse con movimientos espasmódicos, y tan violentos que cayó de la cama, arrastrando consigo al cuerpo de Eduviges, que no aflojaba la mordida. Al verse encima de su presa, el Conquistador cobró nuevos bríos, apretó más fuerte la dentadura y revolvió la cabeza con furia hasta arrancar un bocado de carne viva que escupió de inmediato. No le dio respiro a su víctima: volvió a morder a un lado del cuello, apretó, desgarró, arrancó y escupió. Así lo hizo dos veces más hasta que el hombre que se encontraba bajo él, o bajo ella, dejó de moverse. Le dolía la mandíbula, pero no se detuvo sino hasta que sintió un pinchazo de dardo en el hombro derecho, y luego otro en el antebrazo izquierdo, y uno más en la región lumbar, y por enésima vez en la suma de sus vidas y de sus muertes se fue de bruces en una oscuridad sin límites.
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Su primera intención había sido culminar aquellas Crónicas de la regeneración con los impúdicos festejos del Bicentenario, porque en ellos habían podido verse los gérmenes del final inminente de un régimen podrido. Para cualquiera que leyese el pasaje correspondiente, el relato de la caída final sería anticlimático: qué mejor epitafio de sí mismo podía escribir un gobierno obligado a festejar a sus enemigos históricos y naturales –que eso eran, a fin de cuentas, las masas insurrectas que en el siglo XIX hicieron la Independencia y que emprendieron y consumaron la primera revolución social del siglo XX–. Durante meses, conforme avanzaba en el escrito, evocó el frenesí barato y chapucero, los discursos vacíos, las vallas de militares y policías que protegían a sus pares desfilantes del roce con el pueblo, los sobrevuelos de la Fuerza Aérea –carcachas estadunidenses, bicicletas suizas, chatarra rusa– sobre la capital indiferente, los desfiles con figuras enormes de papel maché, los fuegos artificiales adquiridos mediante contratos mañosos, los juegos de luces que terminarían adornando el jardín de algún funcionario, los artistas reclutados a golpes de cheques millonarios para hacerlos cantar loas a una dictadura que, sin darse cuenta, escenificaba sus propios responsos; la descripción de aquello habría de ser el remate perfecto de sus Crónicas.
Pero cuando terminó el trabajo, se dio cuenta de que faltaba un punto de referencia a los sucesos posteriores a las fiestas de 2010 y decidió escribir un pequeño epílogo. Escribir
era un verbo simpático y anacrónico, pues la operación prescindía de instrumentos de escritura propiamente dichos. Qué pesado le habría resultado trabajar en un teclado electrónico, por no hablar de una máquina de escribir o de una pluma de ganso. Ahora, por fortuna, bastaba con concentrarse para ver cómo los pensamientos, captados por un pequeño electrodo situado en la oreja, tomaban forma en letras, palabras, renglones y párrafos, en una proyección holográfica. Y pensó (o escribió):
Pocos imaginaron que aquellos festejos aparatosos eran el canto del cisne de una dominación que se había devorado a sí misma y que se encontraba a punto del derrumbe. Éste llegó bajo la forma de una ola de energía ciudadana que surgió de abajo y que, en cuestión de semanas, puso punto final a la existencia de la espesa y opresiva red de complicidades que se había enseñoreado durante décadas en la institucionalidad del país. Empezó bajo la forma de juicios revocatorios que atrajeron multitudes y que, con su propio empuje, se abrieron paso entre las grietas del poder. Siguió con huelgas masivas de pago de impuestos, con tomas pacíficas de edificios públicos y con el surgimiento de autoridades distritales autónomas que tomaron en sus manos la administración de escuelas, gasolineras y estaciones de radio; en pocos meses el tejido social generó liderazgos que se volvieron candidaturas, impuestas por masas de votantes a las dirigencias de los partidos políticos, y que arrasaron en los procesos electorales subsecuentes. Los soldados, marinos y policías rasos, interpelados por sus familiares directos, y hartos de ser usados en guerras estúpidas y sangrientas entre connacionales, dejaron de obedecer a sus mandos, y cuando el Presidente ordenó las primeras medidas represivas, se encontró con deserciones en masa e insubordinaciones generalizadas. El país en pleno se dio a la tarea febril de reconstruirse, de rencontrarse con sus valores básicos de siempre, de despojarse de los hierbajos y las plagas que habían proliferado en sus intersticios burocráticos, y de volverse una máquina para vivir y convivir, y no el aparato de muerte, soledad y zozobra en que había sido transformado por el régimen oligárquico. Durante algunas semanas, el Presidente siguió protegido por un puñado de efectivos de elite, atrincherado en la residencia oficial, sin que nadie se tomara la molestia de tomarla por asalto. Desde allí siguió girando instrucciones al vacío, transmitiendo bravuconadas en un circuito cerrado de televisión, lanzando amenazas y formulando propuestas de diálogo sin que el país volteara a verlo. De hecho, su administración terminó mucho antes del día en que los tres o cuatro colaboradores que le quedaban consiguieron que aterrizara, en el jardín central de la residencia oficial, un helicóptero artillado, y persuadieran a su jefe de que lo abordara y partiera rumbo al carajo.
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Sobrevivió, en la reclusión de un hospital siquiátrico, los años suficientes para repasar su vida, resignarse a habitar en el cuerpo de una mujer cada vez más vieja y anhelar con todas sus fuerzas y debilidades una muerte definitiva. Pasó el primer año dominado por una rabia sin límites que obligaba al personal hospitalario a mantenerla sucesivamente amarrada y sedada, y presa en una celda de paredes acolchonadas. Pero su torrente de improperios, derramado en castellano antiguo y con la voz aguda y meliflua de Eduviges Manzano, fue menguando desde un continuo de 24 horas hasta el silencio total.
En los años siguientes terminó por comprender que había equivocado su vida. Habría podido ser el puente de entendimiento entre dos mundos que se encontraron con un recelo ríspido. Él, el segundo europeo que atisbó el alma de los naturales, habría podido ser el gran arquitecto secular de la conversación y del comercio, y había despilfarrado ese desempeño, digno de pasar a los tiempos, por la tierra arrasada, por la ingratitud de un alemán que no podía ni hablar y que no lo recibió nunca en audiencia real, por la condición de víctima de intrigas palaciegas, por la triste condición de fruta de todas las envidias y de ningún merecimiento perdurable. Incluso después de la destrucción de la gran Tenochtitlan, habría podido utilizar su arrojo y su espíritu rebelde para ponerse a la cabeza de los pueblos conquistados y ser el artífice de una independencia tan temprana como digna, y dirigir la construcción de un gran imperio que lo reconociera como Fundador por los siglos de los siglos. En cambio, se había hecho merecedor del destino más espantoso que pueda acechar a individuo alguno, vivo o muerto, viejo o vieja, célebre o desconocido, valeroso o cobarde, plebeyo o noble, inteligente o tonto: el odio de sus descendientes.
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