ace algo así como 60 años fui testigo de un relato interesante sobre un momento que cambió la historia de México.
Mi tío, don Marte R. Gómez, personaje extraordinario, honesto, culto, patriota, promotor de los grandes pintores mexicanos, lector incansable, magnífico escritor, entre muchas virtudes y que a la sazón había ocupado cargos muy relevantes –secretario de Hacienda, de Agricultura, presidente de la Cámara de Diputados cuando se designó presidente de la República a su paisano don Emilio Portes Gil, gobernador de Tamaulipas, ministro plenipotenciario de México en Francia, representante de México ante la Liga de las Naciones, director de la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, miembro del Comité Olímpico Internacional, etcétera, etcétera; es decir, hombre universal, si los hay–, relató a mi padre, que era su gran amigo y primo hermano, una historia que ahora me viene a la memoria –no sé por qué–, relato del que fui mudo y fortuito testigo.
Se había dado, unas semanas antes de aquel momento, el matrimonio de Fernando Casas Bernard, hijo del entonces regente de la ciudad, licenciado Fernando Casas Alemán, primo del presidente y candidato indiscutible a la Presidencia de la República, cuyo destape se daría en pocos días. Cuenta la leyenda urbana que la propaganda correspondiente estaba ya impresa y embodegada, lista para invadir calles, bardas, postes y demás vehículos de difusión de la República.
La ceremonia de la boda, exclusiva naturalmente y cuidadosamente preparada hasta sus más insignificantes detalles, fue precedida por una lluvia de regalos para la feliz pareja
, que como dice la canción, no se vio jamás. Desde cristales de Baccarat y plata casi a granel hasta automóviles y terrenos, formaban la lista que después habría que agradecer con una educada nota.
No siendo cronista social, me limitaré a dejar a la imaginación de quienes esto lean la lista de la concurrencia a aquel acontecimiento: la boda del año
, naturalmente. En ella figuraban desde luego el presidente de la República, don Miguel Alemán, y doña Beatriz, y también el ex presidente y general don Manuel Ávila Camacho y su señora.
En la tarde, después de la partida del pastel y del primer baile de los recién casados, el primer mandatario decidió retirarse de la fiesta. Al despedirse, el general Ávila Camacho le preguntó a don Miguel si los invitaba a él y a “doña Chole” a acompañarlo a su casa, a tomarse una taza de café, a lo que desde luego accedió el presidente.
Ya en la residencia de los Alemán, doña Beatriz y “doña Chole” se retiraron discretamente para dejar platicar solos a sus esposos.
Ante sus tazas de café –y seguramente con alguna copa de coñac que las acompañaba–, el general Ávila Camacho le expresó al presidente Alemán:
¿No piensa usted, como yo, señor presidente, que en un país como el nuestro, la boda a la que venimos de asistir no corresponde a la de un hijo del futuro presidente de México?
.
El resto de la conversación no lo conozco. Sé, sí, que días después, el señor Adolfo Ruiz Cortines fue designado candidato a la Presidencia de la República por el partido en el poder.
Matrimonio y mortaja...