Opinión
Ver día anteriorLunes 6 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Culpar al mensajero
L

a página electrónica Wikileaks puso de cabeza al mundo en el transcurso de la semana que terminó, al dar a conocer miles de cables confidenciales de la diplomacia estadunidense. En esta época en la que medio mundo puede enterarse de las cuestiones más privadas del otro medio mundo, gracias a las ya incontables páginas de comunicación social, como Facebook, YouTube, MySpace, Twitter, etcétera, y la infiltración de ciberpiratas, nada de lo ocurrido debería causar gran sorpresa. Wikileaks sólo publicó lo que un tercero le entregó, tal como cualquier otro medio lo hubiera hecho.

Buena parte de la información ya se conocía, en algunos casos anecdóticamente, por haber sido difundida en otro momento por diferentes medios de comunicación. Pero no es lo mismo que un diario diga que Berlusconi es frívolo, que tiene relaciones con la mafia, o que el hermano del presidente de Afganistán está envuelto en negocios turbios, a que lo diga el embajador de un país en un cable que refleja el punto de vista de un funcionario de un gobierno. En ese momento el asunto pasa a ser una cuestión de Estado y tiene efectos políticos, independientemente de que la información parezca trivial.

Cuando la secretaria de Estado Hillary Clinton mostró su preocupación por la información difundida frente a sus colegas de otros países, uno de ellos le respondió que no se preocupara mucho, ya que ellos también tenían algunas ideas peculiares sobre ella. Lo que su colega no le mencionó son las repercusiones internas de las conversaciones realizadas entre funcionarios de diversos países, muchas de las cuales ponen en entredicho la soberanía de los estados para los que sirven. La broma, en todo caso, acentúa lo delicado del asunto.

Las preguntas que ya se formula la opinión pública son: ¿quiénes filtraron la información y si están interesados en ridiculizar a la administración?, ¿cómo se manejarán de hoy en adelante las comunicaciones que deben enviar las embajadas? y, lo que es más importante, ¿cuáles deben ser las limitaciones a la libertad de expresión que la Constitución consagra en su primera enmienda, en un mundo en el que la información fluye casi sin taxativas? Recientemente se puso a prueba esa libertad cuando una periodista del New York Times fue a la cárcel por negarse a dar el nombre de quien le reveló que la esposa de un prominente embajador era agente de la CIA.

La procuraduría ya investiga quién entregó la información a Wikileaks por faltar a la discreción que están obligados a guardar los servidores públicos en asuntos confidenciales. Le seguirá un proceso al igual que lo hizo con el soldado que anteriormente filtró información clasificada a ese medio. Lo que no será fácil es condenar al editor de esa página electrónica, tomando en consideración la protección que garantiza la primera enmienda constitucional. Por lo pronto, en Europa ya hay una orden de detención en su contra, no por difundir los cables sino por un delito de índole sexual. Al ridículo se agrega ahora una pésima coartada para condenar al mensajero.