n aire polar fue el invitado no deseado a la corrida de toros celebrada la tarde de ayer en la plaza México. Salvaba la tarde el brillo de los ojos de la afamada cantante Belinda, que por suerte me tocó de vecina. Me entretenía contemplando cómo se cubría el rostro ante las cámaras de televisión de compañeros de otros medios. Las ondas de su teléfono celular traían a mi oído el eco de una voz que hablaba desde lejos, como de un lugar que llegaba hasta el origen y producía la atrayente sensación de lo desconocido. Porque es así como los dominios del amor y los antros del infierno están llenos de curiosos. Una palabra y una mirada de mujer son bastantes para excitar la fantasía, lo mismo que su mano blanca y señoril y que su rostro marmoleo exaltaba y desvelaba la imaginación. La mirada de la cantante irradiaba una figura real formada por la fantasía a mi antojo.
Es curioso que la imaginación en su vuelo nos abra los ojos desmesuradamente y nos haga ver en una extraña alucinación a la señora de nuestros pensamientos, en los de la bellísima Belinda. Le veía sus hermosos ojos verdes en el fondo del mar acapulqueño que me recordaba la fuente encantada donde soñarán tantos enamorados. Como aquellos ojos de la leyenda, luminosos y transparentes como gotas de lluvia resbalando sobre las hojas de los árboles. Solamente durante la faena del torero español Miguel Ángel Perera me pude concentrar en lo que sucedía en el redondel. En una corrida aburrida, lo que se dice aburridísima. Con toros de Campo Real, chicos, débiles, descastados, sin emoción y, por supuesto, sin transmisión. Sólo el toro de Miguel Ángel tenía un poco más de codicia. Aunque de todos modos terminó distraído, huyendo de la muleta, e impidiendo al diestro español rematar contundentemente la faena.
Fue Miguel Ángel el ejecutante de una serie de lances con la capa a la espalda rematadas en un lento giro con unas gaoneras que hicieron retumbar el coso de Insurgentes. Ya con la muleta en la mano se sucedían las series de redondos por abajo que tuvieron ritmo, temple y mando, y que despertaron a los cabales de su congelada siesta. Prosiguió con un silencioso oleaje que estalló en una sinfonía torera con pases naturales, rematados por debajo de la pala del pitón que volvieron a enloquecer aún más a los cabales
por la hondura y la torería de Miguel Ángel. Quien despachó al torito de riñonuda estocada para cortarle dos orejas a los gritos de torero y salir en hombros. Mientras, Belinda encendía la plaza, cada vez más oscura y gris.