Opinión
Ver día anteriorJueves 16 de diciembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La forma de decir de La Familia
E

ntre las cosas sorprendentes que nos deja la experiencia de la llamada guerra contra el narcotráfico (rebautizada a destiempo por la autoridad como lucha contra la delincuencia organizada) está el lenguaje empleado por los jefes de la llamada Familia Michoacana en el último comunicado urgente, divulgado tras la muerte de su jefe Nazario Moreno, El Chayo, caído bajo el fuego de las fuerzas federales en su bastión próximo a Apatzingán.

El texto, publicado por Eduardo Ferrer, corresponsal en Michoacán (La Jornada, 14/12/10), destaca la disposición de los delincuentes a pactar una tregua con el gobierno federal, así como la reiterada denuncia de Los Zetas, grupo al cual consideran el enemigo común a vencer tanto en Michoacán como en el país entero.

Que la autoridad desestime tal oferta –ya lo ha hecho antes– parece lógico, asumiendo que se trata de una inaceptable maniobra de un grupo especialmente cruel y peligroso que no desiste de las actividades ilícitas, aunque procure un arreglo que le permita sobrevivir. Pero aun así vale la pena observar con lupa la argumentación mediante la cual ellos intentan justificarse en su doble papel de víctimas y salvadores, pues la lectura acaso podría ayudarnos a descifrar algunas de las incógnitas de esta guerra interminable sin verse afectadas por cierto maniqueísmo oficial.

El comunicado arroja luz sobre la lucha a muerte entre los grupos rivales, pero también da cuenta de las diferencias a veces sutiles que definen, por así decir, el modo de ser, el estilo de las mafias que se disputan la parte del león del gran negocio de las drogas; nos permite ver el modo como se concibe a sí misma o en relación con el Estado, lo cual resulta importante ante la tentación de estigmatizar la política bajo el cristal de la sospecha, como si la existencia de la narcoinsurgencia cobrara súbita materialidad sin otra prueba mayor que la propia debilidad del gobierno para asegurar la seguridad de la ciudadanía. En efecto, reconoce su influencia territorial en Michoacán, pero acredita a las circunstancias –y no al objetivo político de suplantar al Estado– el origen del enfrentamiento contra unas fuerzas que deben servir a la nación, pero, en su opinión, han equivocado el camino.

Idealmente, La Familia parece buscar un arreglo imposible: transitar con la autoridad hacia una suerte de utópico laissez faire sin violencia que permita preservar la seguridad a escala local (erradicando a la competencia, Los Zetas) y, claro, el negocio, pues de eso se trata a final de cuentas. Según su increíble código, hace falta distinguir entre el suyo, un negocio que tiene hombría, moral y honor (sic), y el que practican Los Zetas, que sólo buscan su mezquino beneficio monetario a costa de extorsionar, secuestrar, matar cruelmente, violar y asesinar a gente inocente. Y reiteran: “Los Zetas no están entendiendo que una cosa es el negocio, que tiene sus propios equilibrios y relaciones de tensión y ajuste, en donde debe imperar el trato entre hombres que tienen razón, honor y familia que cuidar (sic). Porque al fin y al cabo, el más maldito y asesino regresa a casa a besar a su mujer y sus hijos”.

Sin embargo, además de eobservaciones, a las que se acompaña del indoctrinamiento de los sicarios como si se tratara de una secta de juramentados, la peculiaridad, si cabe el término, está en la forma como recoge e interpreta el discurso de los agravios de la sociedad michoacana, que es asimilable a otras regiones del país, su capacidad para presentarse simultáneamente como la víctima y el vengador en un contexto de grave erosión de la cohesión social.

Dice el comunicado que las ejecuciones realizadas “tuvieron el propósito de ajusticiar a quienes rompieron las reglas del tráfico de drogas”, un negocio inevitable por las condiciones sociales, económicas y políticas en que surgió. Nosotros lo que buscamos es sacar a nuestras familias del rezago y la marginación económica, educativa, de servicios, salud, de trabajo digno y bien renumerado y del subdesarrollo miserable en el que durante décadas hemos estado sumergidos.

Y apunta: “nunca hemos matado mujeres y niños inocentes… nosotros ponemos orden donde el abuso y la crueldad han dañado a nuestra familia”.

Más allá del cinismo o la laxitud moral con que ellos juzgan sus actuaciones, por no hablar de los crímenes horrendos que sin duda han cometido, no deja de ser un dato significativo que la delincuencia organizada se aproveche de las depauperadas condiciones de vida para crecer y desplegarse sin apenas resistencia, salvo la que deriva de sus conflictos con los otros cárteles, o de la represión federal lanzada como recurso final sin tocar las causas que inclinan la balanza a favor de la criminalidad.

No estamos ante la presencia de un simple (y simplista) discurso ideológico de izquierda insuflado en la retórica de una banda criminal, como insinúan algunos comentaristas con libre acceso a los sótanos de la información confidencial, sino ante la confirmación de una trágica obviedad: la desigualdad crea las condiciones de posibilidad para el desarrollo del crimen organizado. Ni más, ni menos. Las marchas en Apatzingán o Morelia no son importantes por el número de asistentes movilizados sino porque tocan una cuerda que la estrategia oficial desestima en todas partes: el malestar en aumento de sectores que no ven que la caída de los capos se traduzca en una mejoría palpable de las condiciones de inseguridad, cuyas secuelas se unen a la falta de oportunidades, al desempleo como horizonte de vida, en fin, a la desesperanza como certidumbre cotidiana.