as nuevas invasiones bárbaras. La filosofía social de Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg), creador de la red Facebook, se resume en una formulación muy ingenua: El mundo sería un lugar más agradable y honesto si la gente fuera más transparente y abierta
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Red social (The social network), de David Fincher, es una exploración perspicaz y muy incisiva de la megalomanía de un estudiante de Harvard, experto en computación, que a los 19 años decide transformar un modesto sitio de ligue universitario en un enorme espacio virtual de encuentros amistosos. El guión de Aaron Sorkin (autor de la serie televisiva The West Wing) retoma las hipótesis del libro The accidental billionaires, de Ben Mezrich, y su retrato muy desfavorable de Zuckerberg. El talentoso innovador del mundo de la informática sería, según esta visión, un hombre afectivamente inmaduro, inescrupuloso y traicionero, un analfabeta moral capaz de pasar por encima de todo en su propósito de armar una de las redes de comunicación instantánea más poderosas del mundo.
Si bien el guionista asume esta perspectiva un tanto simplista en su declarado desdén por todo lo que concierne el mundo de las proezas cibernéticas, y pone en boca de Zuckerberg y sus colegas diálogos de acidez inclemente, lo que finalmente ofrece el director David Fincher, con la estupenda caracterización de Eisenberg, es un retrato polifacético y ambiguo del personaje central.
Zuckerberg es cualquier cosa menos el gran villano de una rutinaria cinta de acción: su personalidad alterna dosis parejas de insensibilidad y ternura, a menudo se le ve absorto en sus maquinaciones mentales, indiferente a la presencia y palabras de un interlocutor, pero con una lucidez extrema en el momento de la réplica y la argumentación defensiva; también manifiesta el estudiante un fuerte desapego a la idea de un lucro instantáneo y se niega repetidamente a vender su proyecto a firmas como Yahoo, que le ofrecen por él hasta un billón de dólares. Su creencia mesiánica en las bondades de su propósito social, aunada a su convicción de poder globalizarlo de modo incontenible, le permiten despreciar las ganancias inmediatas que a la postre recibirá a raudales, y que le convertirán en el multimillonario más joven del planeta.
El joven judío de sudadera gris, tenis y mezclilla, eclipsará con esta actitud y de esta manera a una casta de jóvenes aristócratas (sus primeros socios que lo demandarán por el robo del proyecto) incapaces de competir con él y de mostrarse innovadores y creativos, tan torpes para formular nuevas ideas como para mantener vivas sus viejas glorias deportivas. Cuando los hermanos gemelos Winklevoss acuden con el presidente de Harvard para quejarse de los supuestos delitos de Zuckerberg, son tratados con frialdad y con desprecio. El triunfo de los bárbaros se consolida: el poder de la tradición y del capitalismo más rancio ha sido desplazado y humillado por el brío de un joven talentoso muy atento a las mutaciones del nuevo capitalismo global.
Esta historia no es otra que la vieja mitología del empresario joven que sin miramientos se impone sobre la mediocridad circundante. El viejo sueño estadunidense que tuvo en el cine su emblema capital en la figura fílmica de Charles Forster Kane, inspirada en el magnate Randolph Hearst, dueño de numerosos diarios y manipulador máximo de la opinión pública, en El ciudadano Kane, de Orson Welles. El genio juvenil de Zuckerberg abreva de esta fuente y de esta mitología, y como Kane tiene también en su vida privada la clave de su derrota más profunda: es un exitoso personaje trágico, incapaz de acceder a la plenitud afectiva en su hermético Xanadu informático. Este mundo lo ilustra Fincher con la inquieta fotografía de Jeff Cronenweth y los espléndidos diálogos de su guionista Aaron Sorkin, quien se sumerge en la fluidez narrativa que ha hecho posible el triunfo de series televisivas como Mad Men, esa disección audaz y novedosa del sueño americano y su colapso en cámara lenta.
Red social no formula juicio alguno en favor o en contra del polémico creador de Facebook: se limita a registrar el fenómeno y su empuje irresistible (500 millones de adherentes en sólo seis años); el lector añadirá casos concomitantes como Wikileaks y la figura controvertida de su promotor Julian Assange. Lo imposible ya es cerrar los ojos ante el embate de esta nueva barbarie, a la vez liberadora y opresiva, y ante el retraso que tiene el cine en esta carrera de la comunicación instantánea. David Fincher señala oportunamente el problema y lo hace con las armas, aún inaccesibles para un Zuckerberg cualquiera, de la creación artística.