esde que Diego Fernández de Cevallos fue secuestrado en mayo pasado fue notable el intento de la familia de tratar ese gravísimo asunto como si se tratara de un problema privado. Es muy probable que esa fuera la exigencia de los secuestradores que buscaban sustraerse a la engorrosa cacería en que normalmente se convierten las búsquedas y persecuciones entre policías y criminales que provoca este tipo de asaltos. Sin embargo, fue muy sorprendente la buena disposición de las autoridades a someterse sin mayor reparo a esta exigencia, que le formularon en forma de petición los familiares de Fernández de Cevallos. Así se llevó a cabo la privatización de la investigación de un crimen que se persigue de oficio y de su solución; y privadísima fue también la negociación que se resolvió en la liberación del rehén, quien ahora pide a los medios que den vuelta a la página y miren hacia adelante, como lo hace él –según dice–.
El feliz desenlace del secuestro parece restar gravedad al asunto. Pero no sólo eso. Parecería que los desplantes graciosos del ex senador liberado, las bromas a propósito de su navideña barba, sus conocidas gracejadas y sus sorpresivas salidas –por ejemplo salir a comprar un ramo de rosas rojas para su compañera sentimental cuando decenas de periodistas esperan una declaración o información relevante para la opinión pública–, tienen la misma intención de hacernos olvidar lo que este secuestro representa en términos de nuestra vida pública. Parecería que Fernández de Cevallos quiere disipar entre carcajadas y anécdotas menores un episodio que pone al descubierto las complejidades de nuestros problemas de seguridad pública, las limitaciones del gobierno a propósito de este tema, sus contradicciones, y, una vez más, la confusión entre lo público y lo privado que ha sido característica de los gobiernos panistas.
No obstante, mal haríamos en dejarnos llevar por la aparente frivolidad de Fernández de Cevallos, pues siendo él quien es, una figura política relevante, influyente y poderosa, su secuestro fue también, desde el principio, un asunto público. Lo que estaba en juego era su integridad física, su vida, y tal vez su patrimonio. El secuestro del líder panista no estuvo exento de insolencia, pues Fernández de Cevallos es también un distinguido miembro del partido en el poder, un testigo cercano de la carrera del presidente Felipe Calderón, podemos decir que es uno de los suyos
, y ya sabemos la condición señalada que eso significa.
Pero más allá de eso, cuando los secuestradores se llevaron al ex senador, lanzaron un reto a la capacidad del Estado para garantizar la libertad y la seguridad de sus ciudadanos, como lo hacen cada vez que secuestran a una persona –quien quiera que sea–. Es decir, pusieron en juego la credibilidad del Estado. En este respecto poco importa que el gobierno haya tratado de justificar la inacción por la que optó, con base en el argumento de que así lo deseaba la familia del secuestrado. Fue inevitable que esta estrategia del gobierno provocara escándalo entre una opinión pública que está herida y se siente amenazada por crímenes como el que ahora quieren hacernos olvidar. La sumisión del gobierno a las condiciones de los secuestradores, el silencio que durante siete meses se impuso a los medios sobre el secuestro, los avances de la negociación –pues es de pensarse que investigación no hubo–, se tradujeron en una especie de advertencia a todos nosotros: En caso de secuestro, las autoridades se abstendrán de intervenir.
El secuestro de Fernández de Cevallos no es un asunto privado. Tampoco lo es la seguridad de todos y cada uno de nosotros. Sin embargo, la manera como el gobierno trató este asunto sugiere que el Estado ha abdicado de una de sus funciones esenciales, y al hacerlo cayó en la notable paradoja de renunciar a su acción protectora en medio de su guerra contra el crimen organizado.
Tampoco debe ser información privada todo lo relativo a los secuestradores. El gobierno tiene la obligación de informarnos si es que acaso existe una amenaza contra la integridad del Estado, como sería el caso si efectivamente se tratara de un grupo político radical que ha decidido optar por las vías violentas de acceso al poder. Si este grupo busca solamente enriquecerse para vivir bien –como sostiene el señor Eduardo García Valseca, quien fue secuestrado de manera similar en 2007–, también tenemos que saberlo, pues conocer la identidad de los delincuentes es un primer paso para combatirlos. Hasta ahora el presidente Calderón se ha limitado a descalificar a los secuestradores diciendo que su comunicado es puro rollo
. Parece ser el caso, pero aun cuando sus justificaciones ideológicas
sean débiles, el gobierno no puede perder de vista que somos vulnerables frente a estos grupos de rolleros
, que limitan nuestra libertad, que abonan nuestros sentimientos de incertidumbre y alimentan nuestra desesperanza.