ás pasa el tiempo, más me convenzo, aunque la excepción confirme lo arbitrario de mi idea, de que quien ignora el arte de la cocina no puede aspirar a devenir verdadero artista. Diría incluso lo mismo, poniendo en riesgo mis posibilidades de sobrevivir si no encuentro refugio, de los pretendientes a la escritura. Desde luego esta intuición, nacida de encuentros con pintores, no supone de ninguna manera dos ideas tan equívocas como indelicadas: que un maestro de la pintura deba ser un experto en gastronomía o que el hecho de ser un chef, distinguido por los tres macarrones de la prestigiosa guía Michelin, suponga la capacidad de pintar siquiera el esbozo de un platón de frutas.
Creo, sin embargo, en el paladar de un pintor como en la prueba del nueve. El arte de la cocina es un vasto territorio que requiere los más diversos expertos: va del chef que cocina los platos fuertes al que prepara la salsas que acompañan los platos fuertes, del artista en postres al catador de vinos y alcoholes, del encargado de las compras al marmitón. Cuentan también los creadores o especialistas de un solo plato como quien no cocina, pero cuyo paladar reconoce en el sabor y aroma de un plato especias y condimentos, y ningún secreto del más sofisticado manjar le escapa. ¿La civilización no comienza acaso con lo cocido? Transformar lo comestible en un placer es sin duda la aspiración primigenia a un arte.
El pintor nicaragüense Armando Morales saboreando un pollo con mole en mi casa un día de invierno en París. José Luis Cuevas devorando con los ojos mi filete pimienta que, después de liquidar su higiénico lenguado sin grasa alguna, termina por comer de mi plato, olvidado de su miedo a la enfermedad. Carmen Parra cocinando chiles en nogada y pan de muerto en la capital francesa. Francisco Toledo paladeando una copa de burdeos en la casa de campo del litógrafo Peter Bramsen. Juan Soriano olfateando con las aletas de la nariz palpitantes los aromas de un plato tradicional de Polonia que Marek prepara. El argentino Julio Silva oliendo las diversas especias de su alacena para hacer de un simple espagueti algo inolvidable. Pierre Soulages indicándonos a Jacques y a mí cómo prepara unas solettes que pronto serán prohibidas para conservar la existencia de ese pez. Imágenes, paladeos que me abren el apetito. Recuerdos, algunos de ellos, que me abrieron el panorama de la gastronomía a otras latitudes y, ¿por qué no reconocerlo?, me enseñaron a cocinar a partir de la memoria.
Nunca he considerado la gula un pecado capital. Ni a tres de los otros siete así llamados. Creo, en cambio, que la cocina se vuelve un arte cuando las tradiciones perduran y, a través de los siglos, hacen de un pueblo una civilización. Así, la designación como patrimonio de la humanidad de las cocinas china, mexicana o francesa, su necesidad de preservarlas como la de alentar creaciones a partir de su tradición, es tan legítimo como indispensable.
En esta época navideña, el sibaritismo culinario de los franceses llega a su colmo. A pesar de la crisis económica –que restringe los gastos dedicados a regalos, paseos, vacaciones–, los habitantes de Francia no se resignan a limitarse en lo que toca a las cenas de Navidad, Año Nuevo y otros encuentros alrededor de la mesa a finales de año. Los medios dedican amplios espacios a recetas típicas. A los productos que constituyen el menú de estas fiestas. Ostras en su concha, foie gras o salmón. Pavo. Quesos. Postre: la tradicional bûche (un pastel de mousse o helado, en forma de leño para chimenea). Estos platos tienen sus variantes y se acompañan con vinos blancos y tintos. Hay quien servirá las ostras con un foie gras caliente con un buen tinto perfecto para esta receta de Burdeos. Faisán, liebre en su sangre, capón (gallo castrado), jamón de York o jabalí. Tartas de frutas. Chocolates fundidos.
Por mi parte, me dispongo a componer mi cena con un menú francomexicano. Feliz Navidad.