n su primera visita a México, Juan Pablo II tuvo en Monterrey la respuesta más caudalosas. Más de un millón de fieles se congregaron en el lecho del río Santa Catarina para recibir su bendición.
El helicóptero especial que condujo al Papa de la capital del país a Monterrey hizo tierra en un helipuerto improvisado al pie del puente San Luisito. Desde las inmediaciones de la amplia tribuna, el representante de la monarquía absoluta de mayor calado en el planeta, pronunció una homilía en la que enfatizó su saludo a los obreros. En el acto, organizado por los empresarios locales, hablaron Ricardo Margáin Zozaya (el mismo que regañó al presidente Luis Echeverría en el funeral del industrial Eugenio Garza Sada) y un obrero de Cydsa, entonces dirigida por Andrés Marcelo Sada Zambrano, uno de los ideólogos del grupo Monterrey. Fue un acto, entre otros, que modificaría el sentido social del Concilio Vaticano II. Sus efectos políticos se hicieron sentir de inmediato en la represión de la izquierda regiomontana, y más tarde en la relación Estado-Iglesia en México, así como en un vasto programa mercadológico. En las defensas de los automóviles y en otros múltiples espacios se llegó a leer: Yo vi al Papa
, como si éste hubiera sido una aparición. Desde entonces, el puente San Luisito (nombre del barrio obrero vinculado a la industrialización de Monterrey y símbolo de la ciudad) empezó a ser llamado El puente del Papa.
No era gratuito que fuese Monterrey una de las subsedes de la visita papal. Su presencia repercutió, a partir de entonces, en la cada vez más exitosa del Opus Dei y los Legionarios de Cristo, las dos poderosas organizaciones de la elite católica de México confundidas, irónicamente, con una Iglesia inspirada en la figura de un hombre que veía en los ricos a los excluidos del cielo por definición (salvo que Marcos 10:25 y Mateo 19:24 ya hayan sido modernizados).
El antiguo puente San Luisito pudo ser el lugar desde donde el pontífice fortalecería a la Iglesia católica en el noreste. Pero había otro puente cuya capacidad financiera era animada por un hombre, al que numerosas voces señalan como un genuino demonio. Ese hombre se llamó Marcial Maciel: perverso, seductor, polisexual, violador de la inocencia infantil y de la ingenuidad o la ignorancia funcional de algunos adultos dispuestos a invertir en la formación de sacerdotes de credo posfranquista, simulador, embustero, corruptor, defraudador, embaucador de ricos a los que trastorna la adquisición de privilegios con careta de indulgencias y adorador él mismo del dinero. A la organización religioso-empresarial fundada por él no dudó en ponerle el nombre de Reino de Cristo (Regnum Cristi).
La historia de este personaje novelesco la cuentan varias de esas voces en la espléndida indagación de la periodista Carmen Aristegui expuesta en su libro Marcial Maciel. Historia de un criminal.
De esa indagación se desprenden graves conclusiones que entrañan una amenaza para el monarca y el trono del Vaticano, y demás principados y potestades del Estado católico, apostólico y romano. Para no hablar de los Legionarios de Cristo, el huevo de la serpiente. No se trata de un asunto de fe, sino de un problema político en el que Juan Pablo II, beneficiario y encubridor de Maciel, aparece, junto a éste, como un santo interruptus. Y Joseph Ratzinger, su sucesor, como el primer Papa que está en posibilidad de ser procesado judicialmente, si nos atenemos a las denuncias que hay en su contra, particularmente en Estados Unidos
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La puesta a la intemperie del caso Maciel fue obra de sus víctimas, de la prensa, de voces profesionales en materia de religión y del propio Ratzinger. Pero el antiguo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y ahora sumo pontífice del catolicismo, después de haber dado algunos pasos esenciales para que la Iglesia asumiera el trauma, intentara corregir los desvíos que éste supuso y se supiera una buena parte de la verdad sobre Maciel y los Legionarios de Cristo, al cabo prefirió sostener la maquinaria y declarar a Maciel como un criminal solitario
. Muerto el perro se nos acabó la rabia, pretenden decirnos el Papa, la jerarquía eclesial, los Legionarios de Cristo y los sectores empresariales y políticos que sostuvieron la actividad delictiva de Maciel.
En Roma se le da carpetazo a la materia ígnea del que sigue siendo llamado por numerosos legionarios Nuestro Padre; en México, como uno de sus efectos, el gobierno de Calderón premia a sus seguidores más conspicuos en la persona de Bruno Ferrari, el todavía reciente secretario de Economía. Maciel, con el apoyo de empresarios regiomontanos como Dionisio Garza Medina, anterior presidente del consejo de administración de Alfa y hermano de Luis (vicario general de la Legión de Cristo), Alfonso Romo (presidente del controvertido grupo Pulsar-Savia), Benjamín Clariond Reyes-Retana (actual diputado federal por el PRI, ex gobernador de Nuevo León y uno de los ex dueños de IMSA), y otros, tuvo en Ferrari a un pertinaz gestor e ideólogo.
No es eso lo más inquietante del caso, sino que el puente del Papa con los empresarios más ricos y reaccionarios de México es uno ancho movido por el dinero de éstos, pero también por los padres de familia que aceptan en silencio lo sucedido, que evaden el tema y en su aspirantismo mantienen a sus hijos en las escuelas manejadas por los legionarios de Cristo a riesgo de exponerlos. Los clones de Maciel no son ficción. Flora Garza Barragán, hija de la mujer que contribuyó con más de 500 millones de pesos a la causa de Maciel, no se explica cómo es posible que en Monterrey haya gente todavía que va a rezarle a Maciel porque cree que es un santo
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Más que de texto genético, los criminales son de contexto ético.