as confrontaciones entre los movimientos sociales y el poder concentrador se han incrementado en los tiempos post crisis. Los forcejeos han endurecido tanto las demandas populares como las cortantes amenazas y los dictados que emanan de las cúspides. La causa principal la propicia, por un lado, el deterioro acelerado del nivel de bienestar mayoritario. Por el otro costado los esfuerzos y afanes de la continuidad que ampara privilegios y riquezas para las plutocracias dominantes son desmedidos. Se llega, incluso, al conteo creciente de los excluidos frente a las impúdicas exhibiciones de enormes fortunas impunes. La dicotomía ni siquiera se detiene ante diferenciados estadios de desarrollo: afecta a los avanzados de similar manera que a los periféricos, a los del norte o los del sur, al oeste o los asiáticos. Todos quedan afectados en este desdoblamiento perverso de la llamada globalización donde se cobijan la libertad de empresa y los mercados financieros.
Son, en efecto, incontables las ocasiones en que las protestas y rebeldías sociales expresadas en las calles del mundo han sido avasalladas por la fuerza del poder establecido. Las plutocracias rectoras de los diferentes entornos nacionales (ya sean europeos, asiáticos o americanos) han sido impermeables al surgimiento y la evidencia empírica de problemas vigentes, algunos de ellos con fieros contornos inhumanos. Sólo en contadas ocasiones los movimientos que han tomado las distintas plazas públicas, como último recurso opositor, han conseguido detener o reversar aquello que los atosiga o daña. La continua búsqueda de mejoría en sus oportunidades de vida que llevan a cabo las masas choca, con ríspida frecuencia, frente a los apañes que les dispensa el correspondiente oficialismo rector. Este enclave, minoritario hasta el exceso, cuenta con el auxilio de instituciones, rituales y normas expresamente diseñadas para la continuación del injusto estado de cosas prevaleciente.
En estos continuos enfrentamientos las mayorías han sacado, qué duda cabe, la peor parte. La desmedida acumulación de riquezas, oportunidades y privilegios que unos cuantos acaparan está, acéptese o no, íntimamente conectada con el desmedro que sufren las abigarradas y disímbolas clases medias y los incontables desamparados que habitan y conviven en las distintas zonas marginadas del reparto equitativo. Este es el núcleo cierto de cuanto problema puede ser identificado a partir de la crisis desatada en 2008 de toda malaventuranza. La hecatombe actual que ha desarmado, y puesto en evidencia el saqueo sin piedad, llegó desde el mero centro del poder financiero del mundo con base en Wall Street. Se escurrió por todo sistema conformado por bancos de inversión, casas de bolsa, aseguradoras, fondos de riesgo, calificadoras y demás instrumentos que llevan el propósito, ya inocultable, de permitirle a los pocos enseñorearse sobre vidas, aparatos de producción, congresos, cortes de justicia, academias y universidades, críticos especializados y, más que nada, sobre los medios de comunicación. Estos últimos han llegado a ser las verdaderas armas de destrucción masiva empleadas por el capital. Instrumentos usados, con alevosas ventajas para sus accionistas, sin remordimientos y sí con precisa estrategia depredadora.
No ha habido mayor preocupación de los encargados de dirigir e imponer el modelo concentrador que reponer la vigencia y dictadura de los mercados. Ellos son el conducto ideal, la real fuerza cohesionadora de todo el proceso de injusto reparto que ha imperado por años en el mundo entero. A pesar del desprestigio alcanzado por el modelo mismo a partir del estallido de varias burbujas especulativas, se ha retornado, con inesperada prontitud, a reponer todas y cada una de las partes afectadas por la demoledora crítica surgida desde distintas posturas y rincones del mundo. Llegó a ser casi un lugar común el presagio del fin de la era de rapiña especulativa y el surgimiento de los deseos de cambio en los paradigmas de gobierno, valores y en la economía completa. No ha sido ese el camino adoptado. La ruta efectiva se concretó en la inmediata resurrección de todos y cada uno de los mecanismos por donde transcurre la especulación desatada en los mercados. Los beneficios para las sedes financieras han sido notorios a simple vista y se llega a estadios de obscenos derroches. El costo ha sido cargado, no sin ironía y en su totalidad, sobre los millones de ciudadanos contribuyentes a la fiscalidad. Irlanda es un ejemplo señero de cómo un gobierno insensible coloca el peso de la crisis en las mayorías de sus connacionales. A los irlandeses les tomará décadas recuperar los niveles de bienestar previos a su crisis. Pero ese no es más que un ejemplo. Todos los demás países siguen por similares líneas pautadas por el capital.
El desprestigio del modelo concentrador, sin embargo, es monumental. Los sustentos científicos que presume son más que endebles. El prestigio de que gozaban lo basaron en la repetición compulsiva por conducto de los medios y de su coro de difusores bajo consigna. La conciencia del cambio necesario se expande al son de la crítica opositora, que ha sido demoledora y fundada. Las batallas escenificadas en las calles y plazas del mundo han puesto su parte. Hay naciones que ya empezaron a recorrer el largo y penoso camino de la justicia distributiva. Muchos gobiernos, cooptados por el neoliberalismo, viajan hacia el destierro. Son los casos de Sarkozy en Francia, del PSOE de Rodríguez Zapatero en España o Berlusconi en Italia. En México el PAN llegó a extremos de inoperancia y corrupción que solicitan a voces su defenestración en las urnas y el finiquito de su estancia en Los Pinos. El PRI, su indisoluble socio atado por la reaccionaria plutocracia, pagará su cuota por el entreguismo y el saqueo que permitió y del cual se benefició, aunque fuera en menor escala. La organización de las masas, en cambio, ha emprendido una ruta ascendente que basculará hacia la transformación de un sistema que ha llegado a extremos intolerables.