ara 2011 no se aprecia necesariamente una situación económica en México muy distinta a la del año que apenas ha terminado. Lo que se puede decir de 2010 es que, en comparación con otras experiencias de crisis, los efectos no fueron tan severos. Por lo demás, nada sobresaliente más allá de una inercia que caracteriza la evolución de esta economía.
En 2009 el producto generado en el país cayó 6 por ciento, una pérdida que, por cierto, no es intrascendente. No hubo un descalabro financiero que llevara a una fuerte devaluación del peso frente al dólar, que provocara altos niveles de inflación o pusiera en jaque a los bancos. Así, las cosas fueron distintas a lo ocurrido en 1982, 1987 o 1995. La naturaleza de la más reciente crisis económica fue distinta a las anteriores, incluso a la de 2001.
La subida del producto el año pasado, que según las encuestas que recaba el Banco de México estaría en el orden de 5 por ciento, tuvo un efecto de rebote luego de tan pronunciada caída en el antepasado y se centró en las exportaciones. La demanda de los productos que se exportan tuvo que ver esencialmente con los estímulos aplicados por el gobierno estadunidense para desatascar su propia economía.
El grueso de los productos que se exportan desde México provienen de la industria automotriz, eléctrica y electrónica. Estas actividades son parte del armazón industrial transfronterizo que se ha creado en el contexto de la integración económica en América del Norte. Ellas conforman una parte que es clave en el actual patrón productivo, comercial y de financiamiento del país.
Este año que empieza el nivel de la actividad económica ya no tendrá ese componente de rebote. Las mismas encuestas citadas más arriba sitúan el crecimiento esperado del PIB en 2011 en 3.4 por ciento.
Tampoco la gestión de la economía en Estados Unidos se sostendrá ya en el andamio de los estímulos fiscales. El nuevo Congreso, elegido hace apenas un par de meses, aplicará criterios de legislación distintos y basados en un nuevo entramado de relaciones y fricciones políticas con la administración del presidente Obama.
La capacidad para disponer de las medidas fiscales para alentar la producción y el empleo estará más acotada, pues el manejo del déficit público se ha colocado en el centro de la disputa política e ideológica. Y, según parece, las acciones de la Reserva Federal en el campo monetario estarán, cuando menos, mucho más sometidas a un escrutinio muy cercano y de tipo partidista, y eso a pesar de la autonomía que lo caracteriza.
Uno de los temas que habría de debatirse de manera más acuciosa en México es cómo crear espacios para desacoplar parte de la dinámica propia y darle a la economía más espacios para maniobrar y generar más ingreso.
La economía de México no muestra un dinamismo suficiente en función de su tamaño, su base humana y material o su posición geográfica. Es sumamente difícil superar la permanente rigidez institucional que marca su funcionamiento. Esta no es una economía bien estructurada en cuanto a sus sectores o en lo que hace a su territorio; carece de suficiente cohesión en cuanto al funcionamiento de los mercados, incluyendo de modo particular el laboral y, también en general en términos sociales.
Las políticas públicas, en especial en los casos del fisco y de la gestión monetaria y cambiaria, carecen aunque sea de una mínima capacidad para integrar planteamientos que hagan posible moverlas de esa especie de rutina y letargo en sus criterios y sus prácticas que las define desde hace varias décadas. Tales políticas son cada vez más estrechas para alentar la actividad de las empresas, provocar un ensanchamiento del mercado interno y robustecerlo y, de modo relevante, para hacer funcional un sistema financiero bastante desapegado de las necesidades de los negocios y las personas.
En el poco tiempo que le queda al gobierno actual y con la voluntad política que le resta –sea poca o no– aún podría intentarse provocar alguna chispa en el modo en que se mueve la economía.
En algún momento habrá que empezar a superar de manera consistente las incesantes repeticiones que marcan qué se hace, cómo se hace y quién lo hace, y abrir brechas para nuevos proyectos y márgenes para la creatividad. Esto involucra, entre otras cosas, replantear las formas de regulación existentes en prácticamente todos los ámbitos del quehacer económico y los modos de operar que inmovilizan, por una parte, y provocan, por otra, siempre conflictos en los que la transparencia y la legalidad suelen ser las víctimas.
Esa chispa, que puede ser pensada en un sentido casi literal y que tiene una multiplicidad de significados, se ha apagado en esta economía. Podemos seguir regodeados en la relativa condición de estabilidad financiera y fiscal, pero tal y como funciona es cada vez una condición más restrictiva.
También podría pensarse la chispa en un sentido metafórico de vitalidad, imaginación y voluntad. Y hasta serviría para poner en otro plano el desgaste social asociado con la violencia y la degradación de la seguridad pública que hoy se padece y enfrentarla de otra manera más productiva.