ue un año difícil para muchos, aunque seguramente también habrá quienes a la distancia recuerden 2010 por acontecimientos felices, por decisiones personales que fueron en sí mismas una profesión de optimismo. Los que se casaron –o iniciaron una vida de pareja– estuvieron dispuestos a inventar un principio, lo hicieron de buen ánimo y con la esperanza de vivir por siempre felices
; muchos de los que se descasaron vieron en la ruptura un nuevo comienzo cargado de promesas. Quienes tuvieron una hija –o un hijo– expresaron así su fe en el futuro, y lo recibieron con la secreta y no siempre explícita convicción de que traería su torta bajo el brazo. También hubo quienes abandonaron un empleo que no les satisfacía y se lanzaron a fundar un negocio –audaces ellos. Otros decidieron seguir estudiando, de ahí el éxito de los muchos diplomados que se ofrecen por todo el país sobre los más diversos temas, cuando no se inscribieron a algún curso de idiomas.
El simple hecho de que las vacaciones de fin de año hayan sido una suerte de pausa en el torbellino de malas noticias en que terminó la primera quincena de diciembre, el que hayamos podido abrir un paréntesis de más de dos semanas y volver los ojos a nuestro mundo privado, denota nuestra buena disposición a vivir el artificio de que un nuevo calendario es una ancha oportunidad, una hoja en blanco, una pluma sin estrenar. Somos más optimistas de lo que admiten las noticias de la vida pública. ¿A quién puede entusiasmarle que Humberto Moreira llegue a la presidencia del PRI? A mí, francamente, me entusiasma mucho más estrenar una agenda.
Nuestra vida cotidiana está poblada de pequeños actos de optimismo, cuyo significado no siempre reconocemos porque nos dejamos agobiar por el contexto general que, al menos para nosotros los mexicanos, ha sido adverso. Incluso la decisión de emigrar a Estados Unidos, que toman ricos y pobres mexicanos, revela la determinación de resistir el efecto destructivo de la desesperanza. En los meses recientes algunas regiones del país han vivido una violencia inusitada a la que no han podido responder ni las instituciones ni las autoridades de gobierno.
Políticas y decisiones gubernamentales no nos dejan esperar una mejora significativa en la economía ni en la administración del país en el corto o en el mediano plazos, y el comportamiento de los partidos políticos tampoco alimenta el optimismo. No hay más que ver cómo olímpicamente ignoran la ley y se niegan, por ejemplo, a cubrir las vacantes en el Instituto Federal Electoral, sin tomar en cuenta el efecto insidioso de este desdén sobre la credibilidad procedimental de la elección presidencial de 2012. El recordatorio de todos nuestros males públicos se nos dejó venir como una avalancha en las informaciones de los primeros días del año, y no hay más que leer los periódicos o escuchar el radio para saber que estamos otra vez instalados en la desazón.
No sé qué tanto optimismo puede inspirarnos saber que no estamos solos en nuestro pesimismo general. Según el Barómetro Global de Optimismo, una encuesta que levantó a escala mundial IBOPE-Inteligencia, al iniciarse 2011 países ricos, por ejemplo Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos, resultaron más pesimistas que los emergentes como Brasil, China e India; o que América Latina, la región más optimista del mundo, y las que le siguen, África –encabezada por Nigeria y Ghana– y Asia. ¿Qué pueden significar estos datos? ¿Qué los países pobres son también irresponsables e inconscientes frente a su futuro? ¿Son los más optimistas, porque no saben lo que les espera? ¿No tienen noción de futuro y se conforman con un modesto presente?
La encuesta no ofrece información sobre México en particular, pero no podemos ignorar la atmósfera pesimista que se ha apoderado del país y que contrasta con el optimismo en Argentina, Brasil y Colombia. ¿Nuestro pesimismo respecto a las cosas grandes nos viene de la pertenencia a la OCDE, el club de los ricos y deprimidos, o nos viene de que no sabemos defender el optimismo de las cosas pequeñas de la grandilocuencia de la vida pública?