in duda es necesario evaluar los resultados de la docencia, pero se debe reconocer que ésta es una tarea compleja que no puede dejarse a las máquinas, ni a quienes razonan como las máquinas y se obsesionan con medir todo. De un tiempo a acá se dice con terquedad que lo que no se puede medir no se puede mejorar y que éste es el caso de la educación. Falso, se confunde evaluación con medición y se hace de los números un mito, un fetiche. Una anécdota, entre innumerables, ayuda a ilustrar la complejidad de los resultados de la educación y la imposibilidad de medir lo más importante y valioso. También me permite hacer reconocimiento público de una deuda impagable.
Hace más de 50 años, en una conversación fuera de clase, mi maestro de física, el ingeniero Alfonso Rico Rodríguez, me dio una lección para toda la vida. En poco menos de una hora, con atención y paciencia, identificó los obstáculos que me impedían comprender la lectura de un libro del curso que nos había impartido, me los señaló, me indicó como superarlos y me hizo ver que yo podía hacerlo. A partir de ese momento, me convertí realmente en lector y estudiante. Esta anécdota la he contado cientos de veces con detalles que aquí omito. A él solo volví a verlo, casualmente, una vez, 35 años después de aquella lección extraclase. Al distinguirlo en un grupo de personas me adelanté emocionado a saludarlo, él extendió la mano con cortesía, pero a pesar de que le relaté brevemente aquella lejana experiencia y lo que le debo, él no tenía la más remota idea de quien era yo ¿Cuánta lecciones como esa habrá dado en su carrera como maestro? ¿Cuántos puntos valen?
En el ámbito educativo –y en otros donde los seres humanos interactuamos– todos los días se dan infinidad de experiencias como la que he relatado. Se dan en el aula, en el laboratorio, en el cubículo del maestro, en un pasillo, en el café, en la biblioteca. La generosidad y el profesionalismo de una acción educativa pueden producir efectos enormes, desproporcionados con su duración o los recursos aplicados, y que no forman parte de los informes de trabajo de los profesores. La educación es conocimiento e inevitablemente mucho más, es el desarrollo de habilidades intelectuales y manuales, de actitudes, es el contagio de gustos, intereses y pasiones, la transmisión de valores ¿con qué escalas se miden? Incluso el conocimiento ¿con qué parámetros se mide? Si fuera solamente información lo mediríamos en bits
y los estudiantes quedarían clasificados según los kilo, mega o giga que almacenan, pero las capacidades de análisis, abstracción, síntesis y creación, que sin duda son elementos identificables del conocer ¿son medibles? O si se quiere, ¿qué tanto perdemos cuando hacemos una o más abstracciones para medirlos? ¿Para qué sirve asignarles un número? ¿Y las actitudes? ¿Quién puede pues tener la osadía de medir
el resultado de la educación?
Hoy, uno de los resultados importantes de la educación es dar a los estudiantes seguridad en sí mismos y autonomía en su proceso formativo, eso fue lo que me dio con generosidad el ingeniero Rico. ¿Y cómo se miden esas actitudes fundamentales de los estudiantes? Y al evaluar a los maestros ¿cuántas arbitrariedades se introducirían en la pretensión de medir la generosidad y el sentido de responsabilidad? Y si no podemos medir esos valores ¿nada podemos hacer para propiciarlos y fortalecerlos? Falso.
Sin duda los números dan protección y seguridad en el momento de tomar decisiones, pero convierten a los sujetos evaluados en cosas y con frecuencia ocultan lo más relevante para el mejoramiento de los procesos. En el sistema escolar las mediciones se han convertido en instrumentos despóticos investidos de objetividad científica, a pesar de la arbitrariedad con la que se construyen. Con una significativa inversión del lenguaje, a los números no se les llama cantidad o cuantificación, se les llama calificación
y con ese paso se relegan el análisis de los procesos y las valoraciones cualitativas del proceso educativo, se oculta la debilidad de tales mediciones y mecánicamente se cataloga a los sujetos.
Esta práctica escolar de las calificaciones
, totalmente anticientífica e inútil para orientar medidas de mejoramiento, ha servido con eficacia para discriminar, amenazar y controlar a los estudiantes, pero no para mejorar la educación. La misma función desempeñan las mediciones que se aplican a los docentes.
Una breve digresión: por su eficacia para controlar, hoy en día la práctica de poner calificaciones
se traslada a otros ámbitos como la política o la economía. A diestra y siniestra, agencias encuestadoras y calificadoras
, y medios de comunicación impresos y electrónicos, ponen números al desempeño de gobernantes, instituciones, empresas y países. La mayor de las veces, con la pretensión de objetividad, dichas encuestas y mediciones sirven eficazmente a propósitos ocultos y aviesos.
¿Quieren evaluar el trabajo de los profesores y sus resultados? Bien, es necesario, pero para ello escuchen a sus alumnos, indaguen, en ellos y con ellos, cuáles fueron los resultados del curso y cómo se desarrolló (los instrumentos son variadísimos: cuestionarios, entrevistas, observación en clase, revisión de trabajos y muchos más). Otra voz que debe ser escuchada es la de sus colegas, que cuentan con información de primera mano acerca de los estudiantes y de las condiciones de trabajo de todos ellos.
El resultado de esas evaluaciones no serán números, o por lo menos no preferentemente números. Será la valoración de situaciones y procesos, la identificación de actitudes y sus efectos en el aprendizaje; habrá que averiguar si los estudiantes aprendieron, si adquirieron la información deseable (fáctica y teórica), si avanzaron en sus habilidades intelectuales básicas (análisis, abstracción, síntesis, creatividad y otras), pero también habrá que saber si el profesor dejó en ellos afán de saber, confianza en sus capacidades e instrumentos para aprender.
Con estos y otros elementos, debidamente organizados en protocolos claros, se pueden emitir juicios. No ha de temerse a la emisión de juicios si se hacen precisamente con un enfoque sólido y amplio, con información confiable y, sobre todo, con la intención y el compromiso de contribuir positivamente al desarrollo del proceso educativo y a la superación del profesor evaluado. El resultado deberán ser propuestas de mejoramiento discutidas con los participantes en el proceso, fundamentalmente los mismos profesores evaluados.