l inolvidable personaje de El diablo cojuelo de Luis Vélez de Guevara, libro que apareció en 1641, tenía el poder de levantar los techos de las casas de Madrid a la medianoche para ver qué estaba ocurriendo dentro de ellas. Desde su atalaya en la torre de San Salvador, el cojuelo le dice al estudiante don Cleofás "advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad está su hermosura…"
Casi cuatro siglos después, un nuevo diablo cojuelo salta a escena entre deslumbres de azufre cibernético, y desde su atalaya de Wikileaks es capaz de quitar el techo a los cubículos de miles de burócratas del Departamento de Estado de Estados Unidos, y de sus embajadas en todas partes del mundo, para asomarse a lo que leen o escriben, descifrarlo y revelarlo para deleite de millones de curiosos lectores. Julian Assange, el hacker más famoso de todos los tiempos, nos da la oportunidad de cumplir una de las ambiciones más consentidas en los entresijos del alma humana: fisgar en los papeles ajenos por encima del hombro para enterarnos de los secretos, ya sean políticos o sentimentales.
Porque somos hijos de la indiscreción por naturaleza, siempre querremos saber lo que no nos concierne en cuanto a las vidas de los demás. Es lo que El diablo cojuelo le muestra al estudiante don Cleofás, pervertido por la curiosidad que siempre nos carcome el alma. Le muestra a las gentes a la hora de irse a la cama, en camisones de dormir, o desnudos de cuerpo y alma; le muestras las pendencias domésticas, los secretos de familia, lo que cuando no está bien guardado bajo siete llaves se vuelve bochorno. Amplifica voces que susurran chismes, conversaciones en voz baja que propagan infundios o verdades enteras o a medias acerca del prójimo. Nada de eso está destinado a los oídos ajenos, mucho menos a los oídos de los agraviados, y mientras no se sepa lo que murmura o se dice en las alcobas, la paz estará asegurada. Pero para eso el diablo es el diablo, y peor si el diablo es cojo, que es, en todo caso, un diablo simpático.
El diablo puede provocar inquinas gracias a la indiscreción cuando se trata de las vidas privadas, pero ya ven lo que ocurre cuando se trata de levantar los techos de las alcobas de la política internacional donde se vive, por lo general, en falsa convivencia. Ha puesto un altoparlante a miles de conversaciones entre agentes diplomáticos de Estados Unidos y políticos de diversas latitudes y funcionarios de gobiernos locales, y una lupa de tamaño universal a los mensajes de esos mismos diplomáticos dispersos por el mundo, dirigidos a sus jefes en el Departamento de Estado.
Son los famosos cables que estamos destinados a conocer hasta 20 años después de haber sido escritos y remitidos, cuando las leyes federales de Estados Unidos permiten revelarlos porque pasan a ser materia histórica, en muchos casos con abundantes tachaduras como para volverlos inútiles, por ilegibles. Ahora, el diablo cojuelo de Wikileaks nos salva de la espera tan larga y nos permite leerlos al poco tiempo de haber sido escritos, y enterarnos no sólo de estilos de trajes y peinados, y de las maneras que algunas celebridades políticas tienen de anudarse la corbata, sino también de sus problemas mentales, de sus conflictos matrimoniales cuando las parejas comparten el poder; de la corrupción a gran escala que se cocina en los palacios presidenciales, de la mecánica de los golpes de Estado en los países aún bananeros, de orgías y desmanes, de artimañas y complicidades.
La modernidad de los tiempos facilita al diablo cojuelo satisfacer nuestra innata curiosidad, más grande en lo que se refiere a los entresijos del poder y sus vicios, que en lo que hace a la vida privada del vecino a quien su mujer le pone los cuernos. Assange tiene en su poder 250 mil despachos secuestrados de los archivos del Departamento de Estado, pero se trata de archivos electrónicos, que caben en un simple disco de los que sirven para grabar música. La documentación, mucho más abundante, acerca de la guerra de Irak, llegó a sus manos por medio de un soldado raso del ejército de Estados Unidos llamado Bradley Manning, quien la copió de una computadora de acceso restringido, en un disco de la cantante pop Lady Gaga, previamente borrado, mientras tarareaba Teléfono, una de las canciones del disco. Cosa de minutos, asunto de un simple clic.
Antes de la era cibernética, hacerse de un cuarto de millón de documentos confidenciales o secretos de la hasta entonces primera potencia mundial, habría sido una tarea bastante más que difícil para una sola persona, como el raso Manning. ¡Cuánto debe añorar el papel de verdad la señora Clinton! Sacarlos de los archivos, fotocopiarlos, transportarlos ocultos fuera de las instalaciones oficiales necesitaría meses, sino años. Hubo, por supuesto, otras filtraciones antes de la llegada de las computadoras, la más célebre de ellas la de los famosos papeles del Pentágono
acerca de la guerra de Vietnam, revelados por The New York Times en 1971. Pero se trataba de un solo documento, entregado a un periodista por uno de sus autores, Daniel Ellsberg, y no de una multitud de informes diarios remitidos desde decenas de embajadas, como en este caso.
Para los curiosos del mundo, entre los que por supuesto me cuento, la lectura de los documentos del Departamento de Estado hasta ahora revelados por Wikileaks es todo un banquete. Y como buen curioso, sentado como don Cleofás en la atalaya al lado de El diablo cojuelo, me gustaría ver también levantados los techos del Kremlin en Moscú, y del Zhongnanhai en Pekín, al menos para saber cuáles son los chismes y verdades que cuentan los diplomáticos rusos y chinos acerca de los gobernantes de Estados Unidos y de los dirigentes mundiales, y si corroboran el aserto de que el coronel Muammar el Gadafi se implanta botox en la cara para paliar sus incontables arrugas. En cuanto a las orgías de Berlusconi, parece que no hay nada que corroborar.
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