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Musicalidad versus virtuosismo
 
Periódico La Jornada
Sábado 15 de enero de 2011, p. 3

Es cercano el momento en que el tema del día tendrá nombre y apellido: James Rhodes, pero no para referirse al héroe de los cómics de Iron Man, que así también se llama, sino para hablar y oír del nuevo fenómeno mediático nacido al calor de la moda de las redes sociales y la neomercadotecnia cibernética: el pianista británico James Rhodes.

Por lo pronto, es el mejor vendedor en el área de música clásica de iTunes, furor de las visitas al portal YouTube y fiebre de feligresías laicas que atiborran el butaquerío cada vez que este flaco de atracción irrefrenable (similar al magnetismo irresistible del imán Jalil Al Sudar, personaje de Les Luthiers) ante el público.

James Rhodes tiene todo lo que todo buscador de talentos requiere para hacer millones de dólares rápidamente: una historia personal de novela: niño prodigio, luego carne de cañón de los siquiatras, luego víctima de drogadicción, luego operado de la columna, luego repentina estrella del firmamento, arduo y duro, de la música de concierto.

Sus apariciones públicas son la cereza en el pastel: vestido a la usanza joven de hoy día: tenis, pantalón de mezclilla o deportivo, T-Shirt, melena y lentes tipo nerd de los que se despoja, en sensacional streap-tease simbólico, en el momento en que se sienta frente al teclado y ¡sorpresa! Bach en todo su esplendor, Chopin en rutilante brillo, ¡un pianista que no se viste de pingüino y toca más que bien, y sobre todo, emociona!

He aquí el factor que propicia la reflexión: uno de los móviles de sus crecientes fans es que, a su decir, están cansados de los músicos robots, esos que cuidan hasta el mínimo detalle para tranquilizar a los melómanos acostumbrados a que todo sea cuadrado, perfecto, impoluto. Sin emoción.

El término clave de la reflexión, propongo, es el término caduco virtuosismo: el modelo Paganini, seguido por Liszt y otros muchos, ya quedó muy atrás, a pesar de que la mayoría del público sigue educándose en la necesidad adquirida de ver cirqueros en lugar de músicos en escena.

El momento histórico del fin del virtuosismo y la consolidación de la musicalidad lo emblematiza el, para muchos, mejor pianista de la historia: Glenn Gould, quien –no hay casualidades– es el héroe tutelar de James Rhodes.

Su sinceridad interpretativa incluye espectaculares desafinaciones, notas fuera de tiempo, entradas en falso, entre otras pifias severas, en pleno concierto, por igual que una personalidad tan fresca que lo podemos ver entrar a escena para regalar, luego de otro de sus recitales plenos de éxito, un encore y abraza una iPad, la deposita en el atril en lugar de la clásica partitura encuadernada en papel, pues, explica, como no la encontró en ninguna tienda de música, la bajó de Internet. Y también lo podemos ver en YouToube mostrar sus tatuajes, el más largo de los cuales, explica así: dice en ruso Serguei Rajmaninov, aunque tengo amigos que hablan ruso y me dicen que en realidad ese letrero indica que la tengo chica, pero como no sé ruso, yo digo que ahí se lee: Serguei Rajmaninov, y así aparece en una serie de televisión con personajes interactivos y reina en el nuevo firmamento, tan artificioso como relativo y semivirtual, de los fenómenos mediáticos, que hace mucho, desde la época misma de Paganini y Liszt, alcanzaron a la música de concierto.