eoyorquino trasplantado a San Francisco para acabar redomadamente chilango, John Ross, animal de ciudad, pertenece a una rara especie semisalvaje imposible de domesticar. A tantos años de conocerlo, a manera de hermano mayor, sé que en condiciones normales pudimos distanciarnos varias veces, pero con John no existe nada parecido a condiciones normales
, así que arrimado como está a su orilla última en el lago de Pátzcuaro, donde decidió morir, declaro que no escupiré sobre su tumba.
Poeta, reportero de la Historia de abajo, novelista ocasional, pacifista revolucionario de tiempo completo, new journalist sin proponérselo, considerado una de los últimos beatniks (aunque sobreviva su amigo y a veces editor Lawrence Ferlinghetti), lo que John ha sido siempre es, en sus propias palabras, un troublemaker. Un provocateur en toda la línea, irreverente, iracundo, obstinado. Una larga vida de desafiar a las policías de California, Bagdad o el Distrito Federal; a los ejércitos de Estados Unidos, Perú, México e Israel; no pocas veces garroteado, encarcelado, gaseado. Una lejana paliza cuando protestaba contra la guerra de Vietnam (de la que fue el primer objetor de conciencia ever) le costó años de padecimientos oculares y la final pérdida de un ojo que trocó por vidrio. Su última golpiza la recibió del ejército israelí por defender los olivares palestinos de Nablus.
Cuando Washington decidió invadir el Irak de Saddam Hussein en busca falaz de armas de destrucción masiva
, John se lanzó a Bagdad como escudo humano de la población iraquí. Allí se peleó bien grueso con el actor-activista Sean Penn. Como ya parece que lo iba a estar aguantando la policía del sátrapa, lo echaron a pocos días de la guerra. Troublemaker. Después trabajó en favor de los refugiados y editó Iraqui Girl (Haymarket Books, 2009), libro encantador y terrible con los diarios públicos de una vivaz jovencita creciendo en Mosul bajo la ocupación yanqui.
Su innato rechazo a las injusticias, abonado por sus padres izquierdistas, no parece haberle servido de mucho para ser justo en su vida personal, indómita y turbulenta como su existencia pública. Independientemente del padre ausente que fue, uno de su hijos, Dante Ross, dominaría la escena hip hop de Nueva York en impulso de los Beastie Boys y Queen Latifah, pero también Santana y Korn. A manera de armisticio, Dante y John recientemente escribieron una memoria conjunta: From Be Bop To Hip Hop.
El jazz es parte medular de su mundo. Poeta sincopado, performancero de voz y de gesto, llegó a ser acompañado por Charlie Mingus y frecuentó a Don Cherry, aunque para él, ateo integral, si Dios existió alguna vez se llamó Thelonius Monk. A finales de 2010, cuando ya sabía contados sus días, se dedicó a escuchar al Monje y leer, corrigiéndola en voz alta, una nueva biografía del pianista (de Robin DG Kelley, Free Press, 2009). Y el pasado Día de Muertos salió a la calle con una T-shirt negra de Monk, lo más discreto de su atuendo esa noche.
En San Francisco, California, el Día de Muertos se empalma imaginativamente con el Halloween de las vísperas, y en medio de la celebración tradicional de los mexicanos, en las calles desfila gente con el rostro pintado de calaca y disfraces extravagantes. Esa noche, apoyado en su bastón (potencial arma defensiva), salió John a caminar por el atestado barrio de La Misión con la cara pintada de muerte, una corona de cempasúchil y una bolsa transparente colgándole a la altura del costado con un hígado crudo de res. El detalle gory hizo que la gente le preguntara qué significaba, y él, desdeñoso, explicaba que se moría de cáncer hepático y era un muerto andando. Si se pasó la vida en un happening ambulante y sin concesiones, no iba a desperdiciar la oportunidad de convertir su agonía en un acontecimiento público. Una protesta más, contra la traicionera vida esta vez.
Un dato pinta sus contradicciones: entre 1994 y 2006 escribió tres volúmenes, unas mil páginas, detallando el movimiento zapatista de Chiapas en tres sexenios (esa medida tan mexicana). Editados por Common Courage y Nation Books, y desconocidos en México, sus libros presentaron y documentaron esa lucha indígena para miles de estadunidenses que lo leyeron o escucharon en sus varias giras nacionales por Estados Unidos. En universidades, barrios, casas de cultura, librerías, radios y teatros, Ross fungió de propagandista extraordinario. Pero en 2006 rompió con el zapatismo, escribió exabruptos bárbaros y propinó a todo un periodo de su obra un golpe destructivo del que jamás recapacitó. Típico John.
Un milagro que él mismo no sabría explicar es la fidelidad de sus amigos más verdaderos en Humboldt (donde fue vecino de Captain Beefheart), San Francisco, Defe y Michoacán. Personas que en su largo descenso al río del olvido sortearon amorosamente sus insolencias.
Animal del Centro Histórico (ese monte agreste), durante 25 años anidó en un cuarto del hotel Isabel y se juntó con la pura banda baja del barrio, ajeno a capillas políticas o literarias. Parroquiano histórico del Café La Blanca en Cinco de Mayo, empezó cada mañana del resto de su vida caminando a Tacuba por sus The New York Times y La Jornada, la sangre de tinta que le corría por las venas y que él, casi ciego, literalmente leyó con lupa.
En su país es autor de culto, temido, reconocido, inclasificable. Por años se dedicó a contarles a los gringos qué pasaba en México. Sus rabiosas columnas corrían como pólvora en papel e Internet. Publicaciones como Harpers y Village Voice lo reseñaron con respeto, el Bay Guardian lo adoptó como voz tutelar, y todavía hace unas semanas Time destacó sus cáusticas interpretaciones sobre la narcoinsurgencia y la guerra de Calderón en el bicentenario mexicano.
Su prosa magistral posee un entusiasmo a la Hemingway. Resulta curioso que aquí su obra sea prácticamente inédita, siendo que en su mayor parte trata de México, incluido su magno fresco El Monstruo, pavor y redención en la ciudad de México (2009). Esa inexistencia
quizá le dio movilidad y libertad.
Aquejado de achaques terminales, el muy cabrón ya nos tiene redactando su necrológica antes de formalmente estirar sus largas y fuertes patas de gringo viejo. A pesar de su inclinación a las revoluciones populares, hoy me resulta más afín a Ambrose Bierce, por viejo y por diablo, que a su tocayo y obvio precursor John Reed. En sus cortas horas finales de conciencia al día, dopado contra el dolor con sustancias (legales esta vez), aún protesta. Ahora, porque no puede vivir, pero no consigue morir. Los árboles grandes son difíciles de tumbar.