stos días me he estado preguntando qué hay detrás de la beatificación de Juan Pablo II. Por qué la Iglesia de Benedicto XVI toma tantos riesgos para levantar a los altares a un hombre de fe, indudablemente profunda, pero que al mismo tiempo fue un jefe de Estado, con todas las contingencias que implica el larguísimo tiempo que condujo a la Iglesia católica. La celeridad con que se gestionó la beatificación de la madre Teresa de Calcuta no tuvo ninguna oposición ni escollos por las características místicas y la naturaleza de su opción, de entrega incondicional hacia los pobres. Es decir, era tal el reconocimiento que no representaba polémicas mayores. En cambio, la celeridad en el caso de Juan Pablo II se antoja imprudente, pues pueden surgir documentos, testimonios y hechos que pongan en entredicho todo el proceso de la causa de beatificación que ha llevado la Santa Sede con una aparente aureola de rigor. Parece no importarle, pues desde hace tiempo hubo consigna de beatificar por decreto a Karol Wojtyla. Por ello, me inclino a pensar que más que una decisión religiosa es una opción política. Es que el pontífice, durante 27 años, asumió riesgos en diferentes coyunturas y tomó decisiones polémicas. ¿Por qué la prisa? Sobre todo que aún quedan por evaluar con mayor serenidad la actuación del pontífice polaco durante el derrumbe del bloque socialista, las acciones encubiertas de la Iglesia católica durante el fin de la guerra fría; sus alianzas con Reagan, la CIA, como apenas lo registran Carl Bernstein y Marco Politi en su libro clásico Su santidad, Juan Pablo II y la historia oculta de nuestro tiempo (1996). No podemos poner en duda el don religioso de un personaje fuera de serie, carismático y mediático en extremo como fue Juan Pablo. Sin embargo, quedan por evaluar su cerrazón al tema del papel de la mujer dentro de la Iglesia y en la sociedad; los derechos humanos de cientos de sacerdotes progresistas y agentes de pastoral que en algún momento abrazaron el talante de la teología de la liberación; todos sufrieron el embate autoritario que los segregaba, cuestionaba su reflexión y coartaba su libertad de discernimiento. Años verdaderamente oscuros en la historia moderna de la Iglesia en América Latina. Y, por supuesto, no se puede pasar por alto el disciplinamiento de aquellos teólogos y teólogas en Estados Unidos y Europa que se atrevieron a explorar temas de género, sexualidad y moral, quienes también padecieron coerción eclesiástica. Se tendría necesariamente que evaluar el nombramiento de obispos sumisos y disciplinados a Roma, sí, pero sin fortaleza ni convicción pastoral que tienen sumida a la Iglesia en muchos países, como México, en una profunda crisis religiosa. Brillantes pensadores, como Leonardo Boff, dejan la vida religiosa y gran parte de una valiosa generación de laicos comprometidos entra en una forzada diáspora, fruto del conservadurismo promovido por Juan Pablo II. Por tanto, la cuestión va más allá del encubrimiento a pederastas y en especial el disimulo y complicidad hacia Marcial Maciel. Estamos obligados a desplegar un discernimiento más profundo y agudo de un hombre que no puede desligarse de su pontificado.
Resulta contradictorio que sea en México, la tierra y nación más fértil para Wojtyla, donde surgen muchas dudas y reproches a su beatificación. Sin duda, en el caso Maciel resulta hasta ridículo el argumento del desconocimiento y engaño siniestro hacia el Papa. Recordemos que en nuestro país Juan Pablo II tuvo una plataforma de lanzamiento mundial, las imágenes marcaron su pontificado: la multitud entregada al pontífice. Aquí descubre y desarrolla su fórmula de Papa viajero, que convoca a muchedumbres y convive con desenfado la diversidad de las culturas. Da la impresión que no gobierna a la Iglesia en Roma, sino desde sus viajes incide en las circunstancias locales, porque se convierte en un actor protagónico en las plazas que visita y posiciona con energía las agendas de las iglesias locales con perspectiva pontifical.
Todos hemos sido testigos cómo la Iglesia en los años recientes ha perdido presencia internacional. Su autoridad moral se ha deteriorado y a Benedicto XVI se le percibe acosado por el fuego cruzado en las luchas palaciegas del Vaticano, llamado por él mismo enemigo interno
. Quizá la Iglesia católica quiera recuperar en medio de esta crisis parte del glamour, con la beatificación, de su pasado reciente aunque sea una ilusoria burbuja, recuperar ese triunfalismo de masas. Probablemente también, incida la vieja guardia curial de Juan Pablo II, que ante las amenazas y juicios críticos de encubrimiento y corrupción (Valentina Alazraki) haya empujado para protegerse. Por tanto, pretenden no sólo la beatificación del personaje, sino del pontificado. También cabe la hipótesis de que sea el propio Benedicto XVI quien quiera enviar una clara señal, con la beatificación, de continuidad. Fortalecer su rol, zarandeado por las tempestades mediáticas y crisis internas que han puesto en cuestión su mando. Legitimar pues, su anunciado proyecto de saneamiento, reforma de la curia, y sobre todo posicionamiento moderado frente al Concilio Vaticano II. Hay, como sabemos, sectores progresistas, muy disminuidos, que le reprochan haber abandonado los principios e inspiración conciliar (Hans Kung) y otros sectores teológicamente ultraconservadores que le presionan para que redacte una especie de Syllabus o colección de errores y abusos de interpretación del mítico espíritu conciliar. Las polémicas en torno a la beatificación de Juan Pablo II llevan a una reflexión más profunda y serena de su pontificado; a seis años de su muerte nos permite analizar con mayor claridad aciertos y yerros de un pontificado que, independientemente de sesgos, ha marcado profundamente la vida y la historia de la Iglesia católica contemporánea.