e cumplen mañana 30 años del asesinato del maestro disidente y dirigente de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación Misael Núñez Acosta, ultimado en Tulpetlac, estado de México –junto con el obrero Isidro Dorantes–, en el contexto de la violenta represión en el interior del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). En aquellos años, la guía moral del sindicato era ejercida por Carlos Jonguitud Barrios, mientras que la sección 36, correspondiente al estado de México, era controlada por su entonces protegida, Elba Esther Gordillo Morales, actual líder vitalicia
del SNTE. Los asesinos materiales de Núñez Acosta y de Dorantes, capturados unos días más tarde, señalaron a la dirigencia del gremio magisterial como responsable intelectual de la agresión, pero el gobierno de José López Portillo no hizo nada por investigar esos dichos y los homicidas se fugaron de la cárcel poco después.
Dos décadas más tarde y a raíz de una entrevista publicada por este diario con Jonguitud Barrios –en la que éste señalaba a los grupos de control
de Gordillo Morales como los responsables de los asesinatos–, integrantes de la sección 36 del SNTE presentaron ante la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, que encabezaba Ignacio Carrillo Prieto, una denuncia penal contra el ex líder y contra la entonces secretaria general del PRI, a quienes consideraban, y siguen considerando, responsables intelectuales de los homicidios. La denuncia tuvo el resultado inédito de sentar a Gordillo en el banquillo de los acusados, pero ésta se reservó el derecho a contestar las preguntas que le fueron formuladas durante la comparecencia correspondiente –el 27 de noviembre de 2002–; se declaró inocente y, con el correr de meses y años, las investigaciones no prosperaron.
Es significativo y preocupante que el episodio comentado, uno de los más emblemáticos de la guerra sucia en su vertiente de represión de la disidencia magisterial, conmemore su tercera década en un contexto de impunidad generalizada, tanto para los asesinos materiales como para los intelectuales. El saldo de esta persistente impunidad es, por desgracia, mucho mayor al de un descrédito generalizado de las instancias de procuración e impartición de justicia: la muerte de Misael Núñez fue el detonante de una cadena de asesinatos y desapariciones de otros líderes magisteriales disidentes, entre los que destacan los de Pedro Palma –muerto por pistoleros en una emboscada en Hidalgo, en 1982–, Modesto Patolsin –secuestrado en Oaxaca por presuntos integrantes de la Vanguardia Revolucionaria de Jonguitud– y Celso Wenceslao, quien fue ultimado en una balacera en Chiapas, en 1987.
En el panorama político nacional presente, la procuración de justicia en estos y otros casos enfrenta dos obstáculos fundamentales: en el lado político, la posición de poder que ocupa, desde hace años, la dirigencia nacional del SNTE –recurrentemente señalada como autora intelectual de esos delitos–, que ha llegado a convertirse en una suerte de Estado dentro del Estado, y en lo jurídico, la perspectiva de que los delitos comentados hayan ya prescrito o estén por hacerlo en meses y años próximos.
Con independencia de los vericuetos legales, el esclarecimiento de estos episodios debiera ser una exigencia irrenunciable para la sociedad y una responsabilidad moral y políticamente ineludible para las autoridades. Más allá de eso, el 30 aniversario del asesinato de Misael Núñez resulta un marco idóneo para la recuperación colectiva de las gestas sindicales democratizadoras de décadas pasadas, que costaron la vida a muchas personas inocentes y a líderes sociales valiosos, y sin las cuales es imposible entender el desarrollo democrático del país en su conjunto.