bril de 2010. Comienzas en motoneta (los camellos no llegan acá) sobre la extensión infinita de basura orgánica e inorgánica pepenada por gatos y seres humanos. Alcanzas el Land Rover viejito, tocado por la paciente mano seca del desierto, que te llevará entre los canales del río Nilo, una red de venas descompuestas pero persistentes del valle labrantío que contiene al Cairo. Durante la epidemia de fiebre aviar, por aquí fluyeron millones de pollos sacrificados en el altar de la higiene. Un hombre en una barca de madera pesca. Una niña de unos tres años, cerca del bordo, caza insectos.
Atraviesas los campos verdes de alfalfa, trigo y verduras, amenazados ya por Monsanto. Y los barrios al sur de El Cairo, hasta dar de lleno con la ciudad, brusca como toda urbe real. Riberas habitadas durante cinco milenios por la misma gente, que no se ha movido. Como pocas, es una cuna de la humanidad. Ciudad inconclusa bajo el peso de los siglos. Centenares de edificios inmensos, ventanas sin vidrios, muros sin pintura ni yeso, invadidos por el ocre del desierto. De lejos, El Cairo y su gemela Seis de Octubre resultan la parte viviente de un desierto que nunca muere y rodea los costados del río surcado por yates para turistas.
La ciudad de a pie está que hierve. En árabe, vivaz, exasperada entre viejos edificios de ladrillo oscuro y un laberinto de rincones donde perderse, huir, esconderse. La terminal de autobuses parece sitiada de ruinas y la marabunta impaciente de los carros. Gritan conductores y peatones. Parvadas de mujeres cruzan veloces los semáforos que nadie obedece, cubiertas de la cabeza al tobillo en un mundo que les prohíbe todo.
Vas a dar a una estación del Metro, que al poco rato te escupe en la plaza Tahrir y sus masivos edificios, que dentro de pocos meses, quién diría, serán clausurados o arderán, empezando por la sede del partido del dictador vitalicio Hosni Mubarak. Las llamas casi alcanzarán el museo arqueológico, bodega monumental de restos de la antigua civilización egipcia, apilados, polvorientos y en cierto desorden. Un fascinante tiradero milenario. Tal maravilla será saqueada los primeros días de la revuelta por los propios policías del régimen, cobrándose el inminente despido, sin interrumpir su violencia contra la súbita revuelta popular de finales de enero y su peculiar que se vayan todos
. Allí también los policías son lo verdaderos ladrones, se les tolera todo, son el orden
.
Ciudad que nadie limpia nunca. Se fermenta bajo la población y su muchedumbre de gatos, casi sagrada, ominosa. No es lugar para perros, como no sean falderos o de la policía. Ciudad a punto de estallar. Cairo la fea. Y sus enigmas: ¿Cómo le hacen para estacionar sus carros? Encimados, adyacentes al máximo, como si los apilara un gigante o una grúa. Pero los cairotas se dan maña, son ingeniosos. Y mayoritariamente musulmanes. A las horas que el muecín llama a plegaria, media ciudad se inclina y pone la frente en el suelo.
En su nerviosismo impaciente, uno los diría sumisos. Perfectamente reprimidos. La policía es omnipresente. Los servicios secretos del régimen trabajan tres turnos. La delación, el castigo y la tortura son lo usual en las estaciones de policía. El ejército emplaza cuarteles y puestos de revisión por todas partes.
Aunque el moribundo dictador con cara de momia es militar, Occidente lo trata como demócrata que fuera, socio, amigo, aliado, querido Hosni. Ahora, Tel Aviv y Washington están en ascuas, París y Londres se hacen tontos, la revuelta árabe se extiende del Mediterráneo al golfo de Aden, y Hosni es incapaz de sonreír ya, ni a las potencias, ni al pueblo mareado de fotos suyas en las calles y recintos.
El empleo de celulares en El Cairo es masivo, perenne. En medio de la sumisión ya estaban hiperconectados y, ahora sabemos, listos para rebelarse. Meses atrás llegaste al Café Riche de la calle Tallaat Harb, donde te atendió el mismo mâitre, nubio, con túnica azul turquesa, que en pocos meses atenderá al corresponsal británico Robert Fisk, mientras envía desde esas mismas mesas su primer despacho de la revuelta. Parece un lugar seguro, concurrido por turistas, intelectuales, periodistas, agregados militares. Cuelgan solemnes retratos de escritores egipcios; el más grande, de Naghib Mafouz, antiguo parroquiano del café. Inesperado lugar, o no, para escuchar Ausencia, con Cesaria Évora. El gran Fisk lo sabe: es un oasis, esa especialidad del desierto egipcio.
Una noche, en la legación de Polonia, escuchaste a una vieja dama de origen europeo, esposa de un viceministro de cultura, y propietaria de una fortuna, rodeada de distinguidas personalidades de las representaciones occidentales: Veremos cambios más grandes que nosotros. Cambiará por completo el mundo que conocemos, en pocos días
. Bueno, fueron meses, pero llegó el día en que Fox News se preguntó, temblando: ¿Qué pasará si el gobierno de Egipto cae en las manos equivocadas?
Las del sátrapa Mubarak eran las correctas, claro.