iles de personas, encabezadas por los escritores Umberto Eco y Roberto Saviano, se congregaron ayer en Milán para pedir la renuncia del primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, quien recientemente se ha visto envuelto en nuevos escándalos por presunta corrupción de menores, y enfrenta un renovado rechazo de diversos sectores de la sociedad italiana –especialmente los jóvenes– por la crisis política y económica que recorre su país y por la última reforma al sistema de educación.
Las expresiones de condena social contra el empresario de los medios metido a la política complementan las derrotas que éste ha sufrido por la vía legal en el pasado reciente. El mes pasado, el Tribunal Constitucional de Italia rechazó parcialmente la Ley del Legítimo Impedimento, norma transitoria que salvaba a Berlusconi de acudir a los procesos judiciales en los que está imputado hasta que dejase de ocupar su cargo. Se trata del segundo revés propinado por el máximo órgano de justicia de Italia a quien se hace llamar Il Cavaliere, luego de que, en octubre de 2009 sus integrantes determinaron la inconstitucionalidad del denominado laudo Alfano, disposición legal impuesta por la mayoría parlamentaria favorable a Berlusconi, que otorgaba inmunidad a los cuatro más altos cargos del Estado, entre ellos el de primer ministro.
El contenido de esas normativas es evidencia contundente de un ejercicio del poder faccioso, autoritario y ajeno a los equilibrios institucionales que deben privar en los regímenes democráticos. En la Italia contemporánea, el principal beneficiario de esas distorsiones es, por añadidura, el dueño de la mayor fortuna personal de esa nación; un personaje sobre quien pesan acusaciones por todo tipo de delitos –sobornos, fraudes, lavado de dinero, vínculos con la delincuencia organizada y hasta homicidio–, y un gobernante que se ha valido de su presencia en la primera magistratura y de la fuerza parlamentaria de su partido para detener las investigaciones judiciales en su contra y para confeccionarse trajes de impunidad a la medida, como las leyes referidas.
En las últimas dos décadas, la presencia de Il Cavaliere al frente del Palacio de Chigi en cuatro ocasiones (1994-1995, 2001-2005, 2005-2006 y de 2008 a la fecha) ha implicado un proceso de profunda descomposición para las instituciones italianas –tomadas por asalto por el magnate con el apoyo de los medios, y puestas al servicio de sus intereses personales y los de sus allegados–, y ha llevado a ese país a presenciar una de las mayores distorsiones del poder político, económico y mediático, que en la nación mediterránea se encuentran concentrados en una sola persona: el propio Berlusconi.
Ante estos elementos de juicio, lo sorprendente no es que la ciudadanía italiana empiece a dar muestras cada vez más claras de rechazo a Il Cavaliere y su gobierno, sino que éstas no sean más amplias y contundentes, y que los destellos de ese hartazgo, con frecuencia, estén más relacionados con sus escándalos sexuales que con su trayectoria delictiva y corrupta. Con todo, concentraciones como la de ayer arrojan la perspectiva esperanzadora de que la sociedad de ese país pueda, impulsada por sus sectores más lúcidos y comprometidos y con base en los procedimientos institucionales existentes, sacar a Berlusconi del gobierno y llevarlo ante los tribunales. Mientras tanto, los gobiernos occidentales, con Washington y Bruselas a la cabeza –que en semanas recientes se han pronunciado por el cambio democrático en el Magreb y Medio Oriente–, bien harían en volver la vista a su entorno inmediato y reconocer que la continuidad en el poder de un personaje tan turbio e impresentable como Il Cavaliere es indicador de su inconsecuencia moral al presentarse como protectores mundiales de la legalidad, la democracia y la transparencia.