vitar que la violencia dominara las relaciones sociales, en especial las que se dan en la producción, fue uno de los motivos originarios de la lucha obrera y el reformismo social. Modular el conflicto, mediar entre las clases, proteger a los vulnerables y tutelar a los desiguales, fueron divisas reformistas por años despreciadas por los comunistas revolucionarios, real o fantasiosamente inspirados por Lenin y los bolcheviques.
Con el tiempo y muchos desencantos, aquel reformismo se impuso como gran consenso que unía a socialdemócratas y democristianos en Europa y a republicanos y demócratas en Estados Unidos, hasta el grado de que el propio Richard Nixon exclamara alguna vez, ahora todos somos keynesianos
.
Los comunistas italianos, guiados por Togliati e inspirados por Gramsci, acuñaron las fórmulas de la vía democrática y las reformas de estructura, así como del eurocomunismo y el compromiso histórico como ruta para transitar por una ruda y dura transición capitalista. Cuando Berlinguer convocó a ese compromiso, que Aldo Moro parecía dispuesto a aceptar, la polarización mundial se cernía amenazante sobre todo proyecto dirigido a trazar trayectorias renovadoras y el sacrificio de Allende y su Unidad Popular constitutía el escenario de una mudanza capitalista teñida de sangre y lágrimas.
Todo cambió a partir de entonces, y la ilusión en el rodeo del comunismo soviético se desplomó junto con la URSS a finales del siglo XX. La democracia fue presentada como universal
y lo mismo se hizo con el mercado, mundial y único.
Después de la ilusoria década triunfal del globalismo, intervino el terrorismo y Bush y su junta, como la llamara Gore Vidal, decidieron imponerle al mundo sus criterios de seguridad na-cional que, según ellos, tenía que ser global. De inmediato, aquella ima- gen de paz eterna
prometida después de la primera guerra del Golfo devino escenario atroz de violencia en Irak y Afganistán, pero también de tambores de guerra cultural y de razas dentro de la potencia hegemónica.
Lo que queda hoy es una globalización capitalista sin orden ni concierto, sumida en una crisis que se antoja interminable y que en Estados Unidos ha adoptado formas ominosas de odio y guerra de clases, promovidas desde la cumbre del poder y la riqueza. Y con ello, la tentación de reditar la violencia como vector para refuncionalizar las relaciones sociales y someterlas a los criterios de la dominación financiera.
Junto a la violencia criminal que lo sofoca, México ha vivido ya episodios de esta violencia clasista destinada a apurar el tránsito hacia un capitalismo salvaje, maquillado por la democracia, y un Estado de derecho por demás evanescente. El espectáculo montado por el Grupo México en comandita con el gobierno federal contra los mineros, es un botón de muestra de esa ambición y las extravagancias del señor Larrea no deberían llevarnos a pensar que se trata de un caso aislado.
Como hace un siglo, le urge al país reditar un reformismo social que encare la reformitis salvaje que los panistas decidieron adoptar sin condicines y convoque a erigir mediaciones del conflicto en curso sostenidas en formas renovadas de protección y redistribución sociales. En esto debe descansar nuestro no a la violencia.
Como ocurrió en los orígenes, la violencia es recurso original de los capitalistas, quienes son los primeros en tocar las campanas de la lucha de clases. Toca a los grupos subalternos salir al paso de esta nefasta convocatoria y diluirla en una política democratica de amplio espectro, marcado por la organización de masas y un discurso renovador de estructuras y mentalidades.
Nada puede ser mas nocivo en esta hora, que invocar a la violencia y a los violentos como factores de cambio o formas legítimas de reivindicación de agravios. El Estado ha perdido su monopolio legítimo de la fuerza y lo que está en la agenda de una democracia cabal es, precisamente, recuperar la legititmidad del Estado para a la vez recuperar ese atributo.
A muchos preocupa que el litigio agresivo abierto por el gobierno en el sector eléctrico devenga confrontación violenta entre trabajadores. Pero eso no se evitará criminalizando a los perdedores ni, mucho menos, con el abuso de analogías y metáforas que sólo pueden llevar a una confrontación mayor. En el filo de la navaja en que estamos, todo empeoraría.
Hace unos días, el conocido periodista Ci-ro Gómez Leyva ad-vertía contra los escuadrones de la muerte
que, según él, podrían surgir de las movilizaciones del SME, sin darle a su audiencia el obligado contexto: por ejemplo, que esos escuadrones
los for-mó en Argentina el Brujo, José López Rega, encaramado en el gobierno de una Isabelita hundida por la evidencia de la ilegitimidad de su herencia y la debilidad esencial de las cohortes que Perón le había dejado.
Esos escuadrones, deberíamos recordarlo, canalizaron la furia criminal de las fuerzas armadas argentinas, con el saldo monstruoso de 30 mil ciudadanos muertos o desaparecidos.
Podemos coincidir en un firme no a la violencia, pero a condición de que cuidemos el lenguaje y exijamos al Estado un claro apego a su propia legalidad. De otra forma, sólo quedará el despeñadero, y no sólo retórico.